No hay dudas que las relaciones que llevan a cabo los 20 millones de habitantes de la isla Hispaniola se asemejan a la variedad de los colores del arcoíris, tan de moda como símbolo gay, ya que encierran toda la variedad del amor y odio que los seres humanos de dos sociedades tan disímiles, puedan albergar en su interior.
El que los colonos franceses en el siglo XVII, para desarrollar la prosperidad de su colonia occidental, que poco a poco fueron ocupando ante una desinteresada e inútil corona española, trajeron millares de infelices africanos, cazados en las llanuras de ese continente y de esa manera introdujeron las simientes de unas relaciones conflictivas, que al cabo de cinco siglos, amenaza con explosionar de mala manera.
Las relaciones fronterizas de las dos sociedades, la afro francesa y la afro española, a lo largo de una línea fronteriza devorada sutilmente por los vecinos occidentales, han permitido desarrollar una comunidad de intereses que van más allá de los comerciales que se desarrollan cada semana en los mercados fronterizos, donde brotan con fuerza todo tipo de las necesidades y contrastes humanos de dos razas indomables.
La convivencia, a lo largo de la línea fronteriza, desde la desembocadura del río Masacre en el norte hasta el río Pedernales en el sur, es una historia de una estrecha relación de la pobreza de sus habitantes en una zona que la ignorancia de los gobiernos que han dominado la isla en ambos lados casi nunca les ha interesado, con excepción a la época de la dictadura de Trujillo, que quiso dominicanizarla, estableciendo colonias agrícolas, construyendo escuelas, clínicas y modestas urbanizaciones de casitas de madera de no más de 35 metros cuadrados, cuarteles, carreteras, canales y llevando el agua con los molinos de viento, para asegurar que las poblaciones dominicanas permanecieran en su aislamiento.
Además, el proceso de deforestación en Haití era muy notorio, y Trujillo quiso evitar la destrucción en la parte dominicana, que aun cuando fomentó la destrucción boscosa con los aserraderos de las Sierras de Baoruco y de Neiba, frenó ese avance del desierto haitiano a la parte dominicana, cosa que ahora se ha revertido, cuando dominicanos y haitianos, en íntima unión, destrozan extensiones de terrenos para fomentar el conuquismo de los terratenientes dominicanos y preparar las balsas para la quema del carbón, de tanta demanda en Haití, donde ya no existen zonas boscosas que fueron arrasadas por la ignorancia y la necesidad.
La convivencia fronteriza de las dos poblaciones, en su afán por convivir, rompen las barreras idiomáticas y comparten sus necesidades, se mezclan y dan origen a nuevos seres humanos, que luego sufren las consecuencias de no tener una nacionalidad, siendo apátridas en su territorio, y que los gobiernos haitianos, con su malicia ancestral y habilidad para avergonzar a los dominicanos, buscan conservar esa reserva humana que como agentes dormidos esperando una voz para sacudir lo poco que pudiera quedar de los sentimientos nacionalistas dominicanos.
El desarrollo alcanzado por el país en los pasados 50 años, con las bases establecidas durante la dictadura de Trujillo, nos elevó por encima de las miserias haitianas, que aun persisten en la frontera, siendo visibles para todos los que recorren esa zona. Antes era una zona de castigo, y los militares evitaban ser trasladados allí, pero ahora es una zona disputada por ellos, ya que es un destino de rápido enriquecimiento. En la frontera, están visibles los símbolos de la corrupción y miseria de la población civil de ambos países, que pululan a lo largo de la casi inexistente carretera internacional, destruida por el desinterés de proporcionar el mantenimiento. Antes era un castigo, ahora es para disfrutar del trasiego de un dinero que rápidamente cambia de manos con el contrabando aceptado, y bajo la vista gorda de las autoridades de las dos capitales, para permitir que los militares fronterizos, con bajos salarios, mejoren sus niveles de vida.