El regalo de Atenea

El regalo de Atenea

Madrid,  EFE.  Hace algunos años, al francés Alain Ducasse, considerado entonces uno de los mejores cocineros del mundo, que ejercía en el restaurante Louis XV, de Monte-Carlo, le preguntamos dónde creía él que se hacía la mejor cocina del mundo. No lo dudó ni un segundo: “Donde crecen los olivos”.

Donde crecen los olivos (“Là où poussent les oliviers”). Naturalmente, en los países mediterráneos. El olivo y, en consecuencia, el aceite que se elabora con sus frutos, es quizá el componente diferencial de la cocina mediterránea y de la tan cacareada “dieta mediterránea”. Es, además, un símbolo de esa cultura, de la cultura latina.

Roma llevó a todo el mundo conocido las tres plantas básicas para su alimentación: el trigo, el olivo y la vid. Del primero obtenía el pan (y las gachas, bastante habituales en aquella época como alimento básico); del segundo, el aceite, y de la tercera, el vino. Tres elementos imprescindibles en la vida de un mediterráneo.

Españoles, italianos, griegos. Para todos ellos, el aceite de oliva es el aceite por antonomasia. Ningún otro. De hecho, si decimos, o escribimos, “salteen tal cosa en aceite” o “aliñen esto con aceite” se sobreentiende que nos referimos al aceite de oliva. Si fuera alguna otra grasa de procedencia vegetal, lo especificaríamos: soja, girasol, maíz, nuez. Los de palma y coco, mejor tenerlos lejos de la cocina.

De las muchas leyendas que las civilizaciones mediterráneas tienen sobre el origen del aceite, nos gusta la griega. Al parecer, un tal Cecrops o Cécrope, de origen egipcio, fundó la ciudad, que quiso dedicar a uno de los dioses del Olimpo. Zeus estableció que sería para aquél de los doce (once, porque él no competía) que hiciera un mejor regalo a los hombres, entonces (según parece) en mejor armonía con los dioses que ahora.

Poseidón, hermano de Zeus, ofreció a los atenienses un caballo, un don verdaderamente útil; pero Atenea, hija del propio Zeus, les regaló una planta de cuyo fruto -anunció- “obtendréis bálsamo para vuestras heridas, luz para vuestras noches y alimento para vuestros cuerpos”. Ganó, claro está, Atenea, a la que está consagrada Atenas.

En Europa, las culturas culinarias son, básicamente, dos: la que utiliza como principal grasa el aceite de oliva, y la que emplea preferentemente grasas animales, antes la manteca de cerdo, hoy más que nada la de vacas. Para los del Sur, el problema de la cocina del Norte (incluyendo la “grande cuisine” francesa) es el exceso de mantequilla; para los del Norte, lo malo de la cocina del Sur es el abuso del aceite de oliva. Hoy se va superando esta dicotomía, y ambas grasas-reinas conviven bastante pacíficamente.

Por supuesto, en los países del olivo entendemos que en aquellos en los que no crece este árbol se utilicen otros aceites. También entendemos que nos digan que el aceite de oliva “sabe”. Claro que sabe. Y nos gusta que sepa.

Miren, si a mí me dan una mahonesa hecha con aceite de girasol me parecerá algo insípido; a un anglosajón seguramente le parecerá demasiado fuerte. Pocos cocineros ingleses son, como Jamie Oliver, partidarios incondicionales del aceite virgen (eso es importantísimo) de oliva; casi todos, en sus programas, recomiendan usar aceites “neutros”, que es como beber agua destilada.

Decimos “aceite virgen” aunque la terminología oficial dice aceite de oliva virgen extra. A mí no me preocupa la virginidad de la aceituna, sino la del aceite: ha de ser un puro zumo de aceituna, obtenido exclusivamente por medios mecánicos.

En cuanto a la fuerza del sabor de cada aceite, recuerden que es como el vino: la diferencia está en la fruta de la que procede. Hay aceitunas que dan un aceite muy afrutado, potente y hasta picante en la garganta, y otras que producen un aceite mucho más suave.

Aprenda a conocer los aceites vírgenes de oliva y a usarlos. Con los dioses es bueno mostrarse agradecidos, y Atenea, de verdad, nos hizo un regalazo.

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