Nunca como antes el país se había visto tan amenazado en su normalidad de actividades como en este segundo decenio del siglo XXI. Y tal cosa no es extraña a la convivencia isleña desde el momento que nuestros antepasados decidieron separarse de Haití en 1844.
Y esa convivencia criolla por cerca de 200 años ha sido a tropezones y estancamientos donde tan solo el espíritu rebelde de los dominicanos se unía para en momentos determinados hacerle frente a quien estaba alterando ese desorden de vida. Solo sobresalían las relaciones personales de compañerismo o de intereses comunes agrícolas o comerciales regionales que evitaron el colapso colectivo como nación.
Los excelentes historiadores e investigadores sociales se han dedicado a escudriñar las vidas de nuestros antepasados, y sus acciones de toda naturaleza, para darnos cuenta que ese espíritu levantisco innato en la raza dominicana está presente en cada momento de nuestra historia. Todos deseaban ser amos de sus destinos y no aceptaban ningún freno legal o represivo para corregir o hacer la vida en sociedad algo normal y de acuerdo como era en otras sociedades. Aquí se andaba con el machete al cinto y el fusil al ristre para hacer daño y evitar que otros más osados impusieran su impronta como fue lo acostumbrado desde 1844.
Los caciques que abundan en las vidas de las comunidades llenan casi todas las páginas de la vida supuestamente en comunidad y en donde las reacciones violentas entre sí dominan cada espacio de la vida dominicana. Esos fueron los orígenes de esos episodios que desde 1899 dominaron los primeros tres lustros del siglo XX. La culminación de esos tiempos oscuros fue la primera ocupación norteamericana de 1916 en su estrategia de ocupar las Antillas Mayores para llevar entendimiento a los grupos enfrentados que no aceptaban verse sometidos a la voluntad de otros políticos. O generales de facto y autodesignados para no verse por debajo de otros más ambiciosos. Esos primeros tres lustros del siglo XX fueron una época de gobiernos provisionales y de corta duración con excepción de la administración de Ramón Cáceres. La efervescencia levantisca era constante en un país con recursos agrícolas de envergadura que apenas progresaba. Tan solo con los ferrocarriles del Cibao, su rica agricultura y las inversiones extranjeras en la producción de azúcar en los campos de la llanura oriental, el país lograba considerarse no tan paupérrimo pese a las constantes intranquilidades políticas.
La lección que se deriva de esos primeros tormentosos años del siglo XX fue que al no entenderse los dominicanos entre sí por sus ambiciones y sus ignorancias se justificó la ocupación de Estados Unidos que ya dominaba las demás Antillas Mayores con excepción de Jamaica, en manos inglesas. En 1916 la vida dominicana era un caos insoluble donde nadie quería ocupar la presidencia para no estar bajo la sombra de un fiero cacique como Desiderio Arias que impedía todo entendimiento por sus ambiciones y sus objetivos de incordiar toda la vida en el Cibao que era el escenario de sus andanzas.
Las actuales generaciones tenemos presentes la herencia que dejó la ocupación norteamericana con la aparición de la fiera dictadura de Trujillo. Aun cuando esta llevó progreso y paz con una tranquilidad impuesta con el silencio de las tumbas. Por 30 años el pueblo estuvo domesticado hasta 1961 cuando se inició de nuevo otra etapa de incertidumbres con el derramamiento de una sangre renovadora de abril de 1965. Así nació el Estado moderno, plagado de ambiciones y actos de corrupción. Por 50 años nos hemos mantenido en paz para que los políticos busquen la forma de sacarle más beneficios al disfrute del poder con las coimas que se derivan de su ejercicio. Así dejaron de pensar en levantamientos y asonadas sangrientas típicas de nuestro pasado de vida independiente.
El político dominicano dejó de lado el remolino de sus ambiciosas agresividades y no pensar en las asonadas sangrientas con la eliminación física de los rivales. Se dio cuenta que en el Estado tenían cabida sus ambiciones. Cada quien podía sacar su tajada, aun cuando fuera indirectamente con el consentimiento de quien ejerciera el poder. Este aceptaba que sus rivales, para mantenerlos tranquilos, les permitía disfrutar de botellas en forma de supuestos contratos de consultorías o de ser proveedores del Estado de servicios y mercancías de dudosa calidad. Y a nombre de la gobernabilidad le cedía la administración de alguna dependencia del Estado de escasa importancia. De esa manera se distribuía la corrupción y entonces cada político disfrutaba de los beneficios que se derivaba de unas ubres generosas de un Estado administrado para malversar con beneficios para los corruptos con lo cual se salpica malamente toda la clase política dominicana.