Uno de los signos más perturbadores de nuestros tiempos es el retorno de la tortura no como práctica pues nunca ha estado ausente de la realidad de los regímenes políticos totalitarios y autoritarios e incluso de nuestras incipientes democracias- sino como discurso.
La más reciente evidencia de esta normalización de la tortura como tema de debate lo es el sometimiento voluntario del escritor Christopher Hitchens a una sesión de tabla de agua. Hitchens narra su experiencia en un artículo publicado en la revista Vanity Fair, accesible en la red (www.vanityfair.com), y su conclusión es que el waterboarding es tortura, no obstante lo cual entiende que hay que distinguir entre aquellos que defienden la civilización (los norteamericanos) y aquellos que explotan sus libertades (los terroristas).
¿Qué nos dice esta obscena exhibición de Hitchens a la cual podemos acceder incluso en el formato de vídeo? ¿Por qué hoy se habla tranquilamente de la tortura y hay quienes incluso la legitiman abiertamente? ¿En cuál lejano rincón de nuestra conciencia ha quedado relegada la memoria colectiva de los atropellos de los regímenes que utilizaron la tortura como instrumento de gobierno? La respuesta más lúcida a estas preguntas nos la da el filósofo esloveno Slavoj Zizek:
La moralidad no es nunca una cuestión exclusiva de la conciencia individual; sólo puede florecer si se apoya sobre lo que Hegel llamaba el espíritu objetivo o la sustancia de las costumbres, la serie de normas no escritas que constituyen el trasfondo de la actividad de cada individuo y nos dicen lo que es aceptable y lo que es inaceptable.
Por ejemplo, una señal de progreso en nuestras sociedades es que no es necesario presentar argumentos contra la violación: todo el mundo tiene claro que la violación es algo malo, y todos sentimos que es excesivo incluso razonar en su contra. Si alguno pretendiera defender la legitimidad de la violación, sería triste que otro tuviera que argumentar en su contra; se descalificaría a sí mismo. Y lo mismo debería ocurrir con la tortura.
Por ese motivo, las mayores víctimas de la tortura reconocida públicamente somos todos nosotros, los ciudadanos a los que se nos informa. Aunque en nuestra mayoría sigamos oponiéndonos a ella, somos conscientes de que hemos perdido de forma irremediable una parte muy valiosa de nuestra identidad colectiva.
Nos encontramos en medio de un proceso de corrupción moral: quienes están en el poder están tratando de romper una parte de nuestra columna vertebral ética, sofocar y deshacer lo que es seguramente el mayor triunfo de la civilización: el desarrollo de nuestra sensibilidad moral espontánea.
Esta corrupción moral a la que se refiere Zizek ha alcanzado a la comunidad de juristas, supuestos guardianes de los valores morales y jurídicos que inspiran el Estado de Derecho.
Uno de los primeros en debatir la tortura en el plano académico y legitimarla desde la óptica jurídica lo fue el reputado profesor alemán Niklas Luhmann, quien ya en 1992 afirmaba que si un terrorista es capturado antes de que una bomba de tiempo explote, es perfectamente admisible levantar la norma irrenunciable de la dignidad humana en esa circunstancia, para así obtener la confesión sobre la ubicación de la bomba y la manera de desactivarla.
Luhmann sugirió entonces la aplicación de tortura bajo la supervisión de jueces internacionales, observación televisada de la escena, y dirección a distancia mediante el uso de dispositivos de telecomunicación.
Posteriormente, otros juristas alemanes, tales como Winfried Brugger, han llegado al extremo de afirmar que hay un deber del Estado a torturar en legítima defensa de terceros, sin olvidar que los defensores del Derecho penal del enemigo justifican que a un terrorista considerado no-persona se le niegue el derecho a no ser torturado.
Por si esto fuera poco, el abogado estadounidense Allan Dershowitz justifica la tortura siempre y cuando se cuente con autorización judicial, en tanto que el intelectual canadiense Michael Ignatieff la considera un mal menor.
Hoy el recurso a la tortura nunca legítima, siempre condenable- se pretende cínicamente elevar a principio universal, con lo que se ignora adrede que la dignidad humana, aún de los seres humanos más despreciables e indeseables, es un valor irrenunciable de nuestra civilización.