El retorno del mal

El retorno del mal

EDUARDO JORGE PRATS
“En un mundo donde el mal es aún muy real, los principios democráticos deben contar con el apoyo del poder bajo todas sus formas: política, económica, cultural y moral y sí, militar a veces”. Así se expresaba la secretaria de Estado estadounidense, Condolezza Rice, al pronunciar un discurso en la Universidad de Princeton el viernes pasado, en donde defendió el uso de la fuerza para hacer prevaler la democracia y la libertad, las que consideró “únicas garantías de una verdadera estabilidad y una seguridad duradera”.

Que la jefa de la diplomacia de los Estados Unidos incluya la noción del mal en su discurso dice mucho de que hasta qué punto este concepto moldea no solo la retórica sino las acciones de la única superpotencia mundial. Desde que Ronald Reagan bautizó a la Unión Soviética como el “imperio del mal” y George W. Bush declaró que la misión de los Estados Unidos en la posguerra fría era combatir el “eje del mal” (Irán, Irak y Corea del Norte), el mal forma parte del núcleo duro de la política exterior norteamericana y de la cosmovisión de quienes toman las grandes decisiones en Washington.

Pero… ¿qué es el mal? Esta pregunta ha atormentado por siglos a teólogos y filósofos. Contestarla en el reducido espacio de esta columna más que una osadía es un despropósito. Sin embargo, aunque hay quienes piensan que “hablar del mal no es más que un simulacro” (Alberto Constante), ello no nos exime de plantear la pregunta e intentar contestarla. Ante todo un presupuesto: “el mal, como tal, es desde un cierto punto de vista, siempre político. Y ello no sólo porque las más potentes explosiones del mal han alcanzado (…) una dimensión colectiva, sino porque el mal está en sí mismo ligado a la libertad, como unánimemente ha admitido toda la filosofía postkantiana” (Roberto Esposito).

En este sentido, el filósofo Slavoj Zizek ha propuesto cuatro modos de mal político: el mal totalitario del terror revolucionario llevado a cabo con las mejores intenciones; el mal autoritario cuyo objetivo es el poder y la corrupción sin otros objetivos más elevados; el mal terrorista fundamentalista cuyo fin es causar daños y miedos masivos, y el mal banal de Hannah Arendt ejecutado por estructuras burocráticas anónimas. Queda fuera de esta lista el mal del marqués de Sade (o del protagonista de “American Phsyco”) que se caracteriza por provocar lo superlativamente demoníaco por el puro e intencional deseo de hacerlo.

Como se puede observar, el mal es una categoría mucho más complicada de lo que a simple vista luce. Lo cierto es que la persistencia del mal en nuestros tiempos es una clara muestra de la insuficiencia del humanismo para comprenderlo. Como bien expresa Habermas, “algo se perdió cuando el pecado fue convertido en culpa, y la ruptura de los mandamientos divinos, en ofensa contra las leyes humanas”. Ello explica porque no bastan las respuestas seculares-humanistas a fenómenos expresivos de un mal radical tales como el holocausto o los gulags. El mal radical no es ni privación de bien ni principio opuesto a éste desde fuera sino que es “el Bien mismo sustraído a sí mismo” (Esposito). El mal radical es “la incapacidad de amar un bien impotente”, “la desesperación en su poder”, “el diablo” (Horkheimer). “El mal es esencialmente tal, no cuando se opone al bien, sino cuando lo imita hablando en su nombre, con su lenguaje, con su voz” (Esposito).

La forma totalitaria del mal es, en consecuencia, el lugar específico del mal radical. Y lo que caracteriza al mal totalitario es la concepción del adversario político como un enemigo deshumanizado, a quien hay que destruir a toda costa. Precisamente a donde nos conduce la lógica amigo/enemigo (Schmitt) que exhibe la retórica antiterrorista y antifundamentalista de nuestros tiempos, la cual no concede ninguna libertad para los enemigos de la libertad. El estado de excepción global (Agamben) hoy declarado, que amenaza con destruir todas las libertades conquistadas en la democracia liberal (dignidad humana, igualdad, debido proceso), es la expresión del mal radical en la medida en que es “destrucción de la ley en nombre de una ley que está por encima de cualquier otra ley (Esposito)”. 

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