El rey capón para celebrar la Nochebuena

El rey capón para celebrar la Nochebuena

 MADRID, EFE.- Si hay una época en la que verdaderamente se alborota el gallinero es, sin duda, la navideña; estos días las aves de corral se erigen en monarcas indestronables de la mesa festiva familiar, una mesa que se ve honrada por el majestuoso aspecto de una de estas aves enteras.

Quedan bonitas presentadas así; lo único que sucede es que… hay que saber trincharlas con cierta soltura para evitar espectáculos como el que cuenta Mariano José de Larra en su relato «Un castellano viejo», en el que el encargado de trinchar el capón se desesperaba y trataba de justificarse diciendo que «este capón no tiene coyunturas».

No vamos a recomendar, a estas alturas, la lectura o, mejor, el estudio de la vetusta «Ars Cisoria», escrita en el primer tercio del siglo XV por don Enrique de Villena… aunque no vendría mal darle un repasito. Pero antes de trinchar un ave hay que asarla, y no se vayan a creer que es cosa que domine todo el mundo.

Primero hay, claro, que elegir un ave. El ganso pertenece más a culturas nórdicas, anglosajonas; hoy se ha visto sustituido en casi todos los casos por el pavo, pájaro que hace que América esté presente en miles de mesas navideñas de todo el mundo.

En España, el pavo ha perdido bastante terreno frente al capón; en los últimos años, el consumo navideño de capones ha experimentado un aumento espectacular.

Un capón, como sin duda no ignoran ustedes, es un pollo castrado y cebado. Ya los romanos se deleitaron con sus carnes, e incluso pasan por ser sus inventores, cuando aplicaron a los machos jóvenes de la gallina el mismo tratamiento al que sometían a los eunucos, con parecidas consecuencias desde el punto de vista físico.

Una receta clásica para el capón navideño parte de un ave de unos tres kilos de peso, es decir, no muy grande; hay capones que pasan del doble de ese peso y, puestos en la mesa, parecen casi avestruces. Desplúmenlo, límpienlo y chamúsquenlo. Por otra parte, piquen bien 300 gramos de magro de cerdo, 100 de tocino, 100 de jamón y otro tanto de carne de ternera y mezclen todas estas carnes en un bol, añadiendo una copa de oloroso seco de Jerez. Incorpórenles la miga de un bollito de pan remojado en leche y bien escurrido, además de una cucharada de piñones, otra de pasas sin pepita y dos huevos ligeramente batidos. Salpimienten esto, añadan una pizca de nuez moscada, otra de canela y trabajen bien la mezcla para que se amalgame uniformemente. Por fin, rellenen con ella el capón.

Sujeten la piel del pescuezo en la espalda y cósanla, al igual que el otro orificio natural, para que no se escape el relleno. Aten el capón para que mantenga su buena forma y salpimiéntenlo por fuera. Coloquen la propia grasa del ave sobre sus pechugas, y pónganla sobre una rejilla. Métanla a horno medio unas tres horas -tres cuartos de hora por kilo, incluido el relleno-, rociándolo de vez en cuando con su propia grasa.

Presenten el capón entero en la mesa: es espectacular. Si quieren acompañarlo de alguna guarnición, pueden usar manzanas asadas y puré de castañas. En las copas, un gran tinto… o un gran champaña «brut».

Si no quieren arriesgarse a trincharlo en público, llévenlo de nuevo a la cocina, una vez presentado, y realicen allí esta delicada operación, propia, en los siglos medievales, de auténticos caballeros, reservada a la nobleza… aunque ésta ya la pone, en la mesa, el propio capón de Navidad.

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