El riesgo del que escribe

El riesgo del que escribe

ÁNGELA PEÑA
Para escribir con frecuencia en un periódico hay que ser humilde y valiente, digno, íntegro, paciente, ecuánime. No basta con tratar de respetar la gramática, mantenerse al tanto de los avances científicos y tecnológicos, documentarse lo mejor posible en cuanto a los tópicos que aborda. El que escribe debe estar claro en cuanto a que sus pareceres van a ser vistos por millones de personas que no necesariamente estarán de acuerdo con sus posiciones. Si no se tiene conciencia de las reacciones del lector, mejor es retirarse.

Hay personas que nunca coinciden con ningún criterio, son resentidos y amargados que sólo encuentran valor en sus juicios personales. Necios, rosca izquierda y engreídos, generalmente anónimos sin valor para dar el frente, que todo lo censuran.

Hasta hace pocos años era difícil encontrar en la República reacciones a situaciones políticas, sociales y hasta culturales. El pueblo tenía miedo, se ocultaba, cubría su cara, pedía omitir su nombre, condicionaba lo dicho con un “esto es fuera de record”, exponiendo el temor que todos consideraban herencia del terror trujillista.  Hoy no. Ya el público se botó y hay teóricos y analistas al doblar de cada esquina. Para comprobarlo sólo hay que ver o escuchar los programas interactivos o fijarse en los comentarios al pie de los artículos en las ediciones digitales de HOY y El Nacional.

Al que escribe lo desflecan o lo enaltecen. Le hacen observaciones en tono decente o lo insultan de forma grosera, soez. Por eso hay que ser humilde para aceptar el halago sin que los humos de la vanidad irriguen el cerebro, y paciente para recibir sin enfado la palabra sucia, el improperio del engreído violento y presuntuoso, la amonestación baja, rastrera, indecente, vil. El que escribe sabe que se expone a la lisonja y al desaire, que encuentra en su camino gente buena, mansa, educada, capaz de hacer un desmentido, una aclaración sin que lo hieran, civilizadamente, o que puede enfrentarse a un león enfurecido, a un inconforme bravucón que ladre con ridículos desahogos de amenazas.

Esta cartita del reconocido cardiólogo Rafael Taveras Reyes confirma las anteriores consideraciones. Para muchos, el uso de adjetivos desluce el texto y en ese sentido el que escribe con ese estilo recibe despiadadas críticas de los que así piensan. Él tiene otro concepto de esa práctica y lo expone en estas notas que reproduzco. Las agradezco y recibo con modestia aunque, proviniendo de una persona de cultura tan amplia, no dejan de halagarme.

“Me encanta cuando usted da rienda suelta a su imaginación y se lanza al bulevar de las letras. Los adjetivos salen unos tras otros configurando el entorno de significados contrapuestos. Adjetivos sustantivados brotan de una fuente inagotable dando encanto, belleza, estética, a la escritura.

Al leer algunos de sus artículos me viene el recuerdo de Miguel Ángel Asturias, guatemalteco, Premio Nóbel de Literatura. Él tenía la magia descriptiva de aplicar adjetivos de una manera impresionante. Sus novelas, ensayos, cuentos, relatos breves, tienen encanto, belleza, estética y la fuerza de la palabra bien configurada y bien escrita. Le felicito y siga usted deleitándonos con su columna. Un abrazo, Rafael Taveras”.

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