El río de sangre que irriga nuestros suelos

El río de sangre que irriga nuestros suelos<BR>

Hoy en día,  tomar un periódico en nuestras manos significa empaparse las manos de sangre, es como si apretásemos una daga ultrafilosa. Observar los noticieros, a través de la caja de los horrores, nos provoca una honda desazón espiritual al ver los ríos de sangre que corren a diario por nuestras calles y callejones, por nuestras ciudades y guetos, por nuestros campos. Y es que lo que está aconteciendo en nuestro país hace tiempo que dejó de ser un problema y se convirtió en gran tragedia. Parecería que estamos en guerra, que la violencia que nos azota es fruto de un conflicto ideológico con bandos enfrentados a muerte o de una severa crisis política que ha devenido en guerra civil. Pero no. Nuestro país goza de una normalidad totalmente anormal, en donde los ojos de los ciudadanos ya no saben hacia dónde mirar para no encontrarse con un cadáver, ya tantos cadáveres no caben en nuestros ojos.

En una estadística reciente, en los últimos dos años en nuestro país han muerto de manera violenta 4,768 personas. ¡Horror de Horrores! Si tomásemos todos los ataúdes que se han usado para enterrar a tantos muertos podríamos llenar tres veces el terreno del estadio Quisqueya. Y dentro de tantos idos a la Nada la Policía Nacional tiene el mérito de haber liquidado a 519 dominicanos, mal contados. ¿Habrá en el mundo un caso similar?

 La paranoia es colectiva

 Las clases media y rica dominicanas están sitiadas. Sus apartamentos y sus residencias están enrejados, mil candados los protegen. Los guardianes no dan abasto. Las alarmas se venden como si fuera leche y las compañías de seguridad privadas están nadando en piscinas de billetes. Antes de tomar la calle, la gente se persigna, reza el Rosario y el Credo. Implora a la Virgen de la Altagracia que los cubra con su famoso manto. Llevan en el pecho un crucifijo y en la cartera una imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Se asegura de que nadie lo siga, y de ponerle todos los seguros posibles  al automóvil. Al detenerse en cualquier semáforo mira con infinita desconfianza a todo aquel que le pase cerca, a todo aquel que se le aproxime a ofertarle algo, en cada ciudadano prefigura a un victimario. Y solo respira algo aliviada cuando llega sana y salva a su destino, para volver a vivir los mismos niveles de angustia en su retorno a casa.

 Un problema complejo

Muchos de los actos de violencia que sufre la sociedad están relacionados con la necesidad que tienen muchos jóvenes de disfrutar de las bondades que venden los medios de comunicación a través de la publicidad. Estas sociedades que catalogan a los ciudadanos según su poder de compra son en gran medida responsables de los desmanes de esos hijos del pollero de la esquina, de la trabajadora de la casa, de la puta sin clientes del barrio.  Muchos  de estos muchachos analfabetos, sin padres ni madres ni tías ni abuelas, se imaginan deambulando por las calles de Santo Domingo en un BMW o en una Lexus 570. Quieren ir a la Venezuela a competir con los peloteros y los capos de la droga, que descorchan botellas de Moet Chandon como si fueran mabí Seibano o Johnny Walker Blue Label como si fuera Don Rhon, y siempre andan del brazo de unas megamamis ensambladas en las camillas de los cirujanos y que provocan envidia-lascivia hasta en los más insensibles. Quieren darse la gran vida que se da la mayoría de nuestros políticos y militares, un ejemplo que está por doquier. En otras palabras, asaltan, penetran a las residencias a robar, secuestran, asesinan por paga, venden drogas para adquirir lo que tiene una parte de la otra sociedad. Porque una cosa buena, que es muy mala, tiene una democracia de mierda como la nuestra: todos tenemos el mismo derecho, aunque no nos lo hayamos ganado con el trabajo, con el esfuerzo. Todos deberían tener las mismas oportunidades, pero a muchos se les ha negado esa oportunidad. Y ellos se toman esos derechos a punta de pistolas y acceden a las oportunidades por la vía del plomo.

 De Capotillo a Los Cacicazgos, de Guachupita a Piantini

Soto Soto, un personaje de mi novela de Princesa de Capotillo, nos alecciona de esta manera:

Al día siguiente la alarma tomó los titulares de la prensa nacional. Ya la delincuencia se había desbordado, se había salido de su cauce natural y estaba azotando a las zonas céntricas de Santo Domingo, señalaban. Y lo peor era el asalto que habían cometido en el Preludio, lugar favorito de ricos y turistas, de enamorados que quieren causar una buena primera impresión. La nación estaba consternada por ese y otros hechos, como la muerte de dos humildes vigilantes, uno en un restaurante de comida rápida y otro en una farmacia. Y la muerte a tiros de dos miembros de la Policía Nacional y de dos ciudadanos indefensos. 

Ahora nadie estaba seguro ni tranquilo, la delincuencia había tomado por asalto a la ciudad, ya los otrora tranquilos residenciales, apacibles, en donde vivía la gente bien, eran tan inseguros como cualquier arrabal.

Era cierto, había más que motivos para la alarma, afirma Soto Soto. Ahora la sociedad había despertado del feliz letargo en que había estado sumergida y de pronto había entrado al corazón de una pesadilla. Se hablaba ahora de la centroamericanización del país. En cualquier esquina eran asaltados, secuestrados, o tiroteados los ciudadanos. Ahora entendían qué significaba en verdad la palabra marginalidad, y ese término les había entrado al cerebro a balazos, puñaladas, batazos y secuestros, muertes por encargo.

Soto Soto me dijo que lo que se decía acerca de la amenaza de la delincuencia no admitía discusiones, pero también me dijo que era cierto que mientras la clase media y alta se apuraba  a grandes tragos los vinos importados desde Chile, España, Italia y Estados Unidos y se deleitaba con los whiskies escoceses envejecidos por años los moradores de esos barrios defecaban sus sueños en las orillas de los ríos Ozama e Isabela, se pudrían en arrabales sin la más mínima condición de salubridad, dormían junto a una parvada de mocosos barrigones debajo de los puentes, en casas de hojalata y cartón, con una cama para cinco. Con palabras muy enfáticas, se quejó de que mientras los jerarcas de una funesta y corrompida partidocracia se repartía los magros recursos del Estado, creando grandes fortunas al vapor a costa de una inmensa mayoría abandonada a su suerte, en esos barrios, los pobres se multiplicaban como las apocalípticas plagas de langostas. Afirmó que mientras un grupo de familias dominicanas se repartía sin rubor el 90 por ciento de las ganancias y riquezas producidas por el resto del país, en esos barrios casuchas maltrechas fungían de escuelas y no tenían butacas ni bibliotecas, las calles eran polvaredas cuando no lodazales intransitables y durante el día les regalaban unas cuantas horas de energía eléctrica.

Puedo hablar con propiedad de eso, me recalcó Soto Soto.

Entre alcohol y resabios, con marcado dejo de resentimiento social, me dijo que lo mejor de todo era que esa misma sociedad quería que los residentes de esos antros se portaran bien, que cumplieran con las leyes, que no delinquieran, que fueran a misa los domingos y que incluso comulgaran, que siguieran amontonándose en sus reductos, que siguieran cometiendo sus fechorías en sus guetos, para los de allá seguir hacia delante con sus lindas vidas.

Y algunas mentes preclaras, proclamó Soto Soto, advirtieron en el pasado de lo peligroso que era acorralar al ratón; y ahora ya las ratas estaban acorraladas y lanzaban dentelladas y chorros de meados por doquier. Ya no les bastaban sus covachas. Habían salido en busca de nuevos nidos.

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