El ruido de las cacerolas para unos cuantos afectados viene a ser un ruido insufrible, un deseo de fastidiar. Una vaina, que no puede aguantarse más; mientras para otros por lo contrario siendo hombres y mujeres amantes de la paz, democracia y de la libertad, las han enarbolado desde su viviendas y en las aceras de sus calles con gallardía y decoro, como han sido las masivas manifestaciones que se han explayado por todos los rincones de la patria habiéndose iniciado con una simple pacífica protesta en la Plaza de la Bandera, frente a la inefable Junta Central Electoral donde concurren cada vez en mayor cuantía jóvenes, adultos y ancianos, dando demostración de coraje y de civismo enfrentando todo tipo de atropello de militares y policías incluyendo lanzamiento de bombas lacrimógenas que se avergüenzan de ellas mismas.
No se sabe a ciencia cierta en que va a terminar todo esto, pero nada bueno se presagia si luego de los dos últimos lamentables fracasos de la JCE las cosas no se recomponen y se respeta la voluntad popular en unas elecciones limpias, democráticas, transparentes. No será fácil ni suficiente calmar todo un pueblo justamente enardecido con nuevas mentiras y simple promesas, ni por el uso de la fuerza bruta harto ya de tantos abusos y atropellos, de tanta corrupción e impunidad que aspira y lucha decidido firmemente por un cambio pacífico del sistema de gobierno que lo oprime, y le restaure lo que se le ha arrebatado la razón y el derecho de disfrutar una vida mejor, más justa, más equitativa, más segura que le confiere la Constitución de la República.
Y viene a mi mente, como si fuera ayer, las sentidas y emotivas palabras dichas por el señor Presidente, Lic. Danilo Medina Sánchez, cuando declaraba a la prensa que para él no había mayor satisfacción y recompensa que descender de las escalinatas del Palacio como “un hombre sencillo, abrazado y querido por su pueblo.”
Si no fueron literalmente esas sus palabras, si pretendieron ser la expresión de un sentimiento noble pues que mayor riqueza pudiera aspirar un ser humano que no sea servirle con honor a su pueblo, sin esperar mayor recompensa que su gratitud y ver su nombre engalanado en las páginas de la Historia.
¿Qué ha pasado desde aquel entonces no muy lejano? Acaso se ha detenido a pensar el Señor Presidente lo mucho que significa para él y para su pueblo romper con tan hermoso y enaltecedor compromiso? ¿Dejarse arrastrar por la ambición insaciable de poder, querer perpetuarse como dios único, insustituible y usufructuar con sus alabarderos y cortesanos inmensas riquezas sin poder afirmar como hiciera su emulo, Dr. Joaquín Balaguer, de ingrata recordación: “La corrupción se detiene en la puerta de mi Despacho.”
Me resisto a imaginar que todo fue mentira, pero no deja de ser cruel y dura verdad aquella frase célebre que acuñara el historiador católico inglés Lord Acton, John Emonch Dalkberg: “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente más.”