El secreto de mi alborozo

El secreto de mi alborozo

POR LEÓN DAVID
Soy hombre esencialmente satisfecho. Por ende, la alegría es el sentimiento que predomina en mí. Sólo de raro en raro me abandona la sonrisa. Casi nunca el chispear de la vida deja de asomar a mis pupilas con el brillo travieso del infantil asombro. Para ser feliz no tengo más que abrir los párpados en la mañana y contemplar la luz del sol.

La joie de vivre ha echado raíces en lo más profundo de mi ser. La alacridad nutre el milenario sustrato de cada una de mis células; se despliega en el impulso atávico que dio origen a la urdimbre corporal de mi existencia… Es expresión –la más directa e inmediata- de la vitalidad. Porque el impulso de la existencia nos procura, además del movimiento y el cambio, el alborozo de sentirnos impulsados.

 Donde hay vida tiene que haber disfrute de vivir. Vida y goce están íntimamente vinculados. En el fondo, se trata de la misma cosa percibida desde dos ángulos diferentes. Toda patología se manifiesta siempre como disminución de la vitalidad, como decaimiento orgánico y anímico que va invariablemente acompañado de sensaciones de incomodidad o pesadumbre… Y si vivir a plenitud es estar alegre, yo, porque vivo, no puedo dejar de estar alegre. Pero también porque he sabido dar con una manera de vivir  a todas luces satisfactoria.

El grueso de la humanidad no tiene la oportunidad de experimentar la dicha en razón de que ni siquiera cuenta con los medios básicos para su supervivencia material. Sin embargo, la otra porción de seres humanos que sí ha podido dar respuesta adecuada a la necesidad de la supervivencia, posee la llave –se percate de ello o no-  que permite abrir las puertas a una existencia halagüeña y enriquecedora. La dificultad estriba, empero, en que, con frecuencia, ignoramos dónde se encuentra la cerradura por la que hay que introducir tan promisoria llave… Habida cuenta de su índole histórica y cultural, la humana criatura no será capaz de alcanzar el bienestar y la ufanía a menos que con su propio esfuerzo los conquiste.

A una piedra que reposa en el borde de la carretera no le cuesta demasiado trabajo ser feliz; bástale con ser piedra y abandonarse a la compacta inercia de su inmovilidad. Un árbol exulta siempre que se le permita elevar al cielo el tupido esplendor de su ramaje. Un animal se muestra contento mientras tenga algo substancioso que echarse a la boca, libertad par desplazarse y compañía con la que aparearse de vez en cuando…

 El ser humano, -que no es piedra ni árbol ni animal-, para ser feliz precisa de algo más, precisa crear, transformar su propia existencia en pos de un ideal de perfección. Sin meta trascendente que dé significado a su vida, la progenie de Eva no logrará sentirse satisfecha. A falta de un objetivo que nos catapulte más allá del territorio de lo orgánico y material, no podremos sentirnos a gusto con nosotros mismos, entre otras cosas, porque no nos sentiremos hombres. Crear es el cometido específico del ser humano; añadir a su propia existencia nuevas e inéditas formas de hacer, sentir y pensar es su fin supremo… Mas el miedo a vivir nos ha llevado a destruir la vida. El temor que inspira el misterio de nuestras fuerzas creadoras nos ha inducido a castrarlas. Preferimos vegetar con un impulso vital reducido a su mínima expresión antes que lanzarnos a la portentosa aventura de conquistar la plenitud humana. Y ese miedo que cercena la existencia condena irremisiblemente a un transcurrir apocado y enfermo. Sólo puedo ser feliz cuando las potencialidades que en mí habitan, con las que vengo al mundo cuando nazco, hallan la manera de expandirse y florecer. La alegría no es más que el sentimiento que acompaña a ese proceso de reverdecimiento y expansión; es la tendencia ineludible a volcarme con todo mi ser en lo que está fuera de mí, a fundirme con la totalidad de un universo del que sólo puedo aspirar a apropiarme en la medida en que me  entrego sin reservas.

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