Sería, acaso, leyenda, imaginación de alguien. Más, no totalmente, porque siendo de unos catorce años, mi papá, que era el patrocinador del espectáculo, me llevó a verlo al estadio de béisbol de San Francisco. Un tipo mezcla indígena y europeo, melenudo, fortachón y fanfarrón, brasileño o argentino, que se hacía llamar Farsán o Tarzán Faré, que se dejaba pasar un camión por una tabla sobre su vientre.
Este individuo se habría ido a vivir al Orinoco, e internado en la selva, donde levantó una aldea para turismo de salud, en base al ejercicio al aire libre y el contacto con la naturaleza, la medicina folclórica de hiervas y brebajes; pero también de meditación acerca de las fuerzas del cosmos, de los elementos, de los conglomerados humanos y las especies selváticas. Se las ingenió para invitar, primero, a intelectuales y diletantes y, luego, a grandes empresarios y líderes mundiales, quienes a menudo se sentían atrapados en las tensiones y las complejidades de sus negocios, o en las debilidades de su propia personalidad.
Les impartía lecciones sobre mariposas amarillas y de otras especies migratorias que, según él, con sus aleteos podían hacer cambiar el clima de Londres o Sídney. Decía que el mundo está conformado por elementos y fuerzas en permanente cambio y, al mismo tiempo, en equilibrio dinámico. Explicaba que tanto una sociedad, como una selva o un mercado, pasan constantemente por una serie infinita e ininterrumpida de puntos sucesivos de equilibrio, y que entre cualesquiera dos puntos existen infinitos puntos intermedios, y que todo lo que tiene que hacer un líder, gerente o gobernante, darse cuenta de esas secuencias para poder, en cualquier momento, aplicar su propia fuerza, para cambiar el curso de los acontecimientos.
Hacía diversas demostraciones de cómo funcionaba su teoría: tomaba dos lazos y se sujetaba cada uno en cada antebrazo; en cada extremo diez hombres. Y haciendo equilibrio entre las fuerzas de cada grupo, él podía arrastrarlos, alternadamente, según quisiera, monopolizando la incertidumbre y la sorpresa.
Explicaba que la ruptura de un impasse se podía lograr con un sorpresivo grito salvaje, o un ¡carajo! para que se genere la energía necesaria para alterar un determinado equilibrio y cambiar el curso de los acontecimientos. Pero que, claro, el líder tenía que tener claro hacia dónde debían ir las cosas. Había eso sí agregaba que poner el oído en el corazón de la selva, (o de las gentes), tener sentido de rumbo, y determinada afinidad espiritual con el Cosmos (o con Dios). Desde luego, estar dispuesto a jugárselas. Y firmeza para decir: ¡Coño, eso NO! Seguramente, además de Mister Harvard, y Monsieur Attali, nos convendría un selvático con creatividad, iniciativa y esferoides para ayudarnos a gobernar.