El siglo de las religiones 

El siglo de las religiones 

POR FIDEL MUNNIGH
Poco antes de morir, en 1976, André Malraux pronunció en una entrevista una frase que con el tiempo se haría célebre y premonitoria: “El siglo XXI será religioso o no será en absoluto”.  Muy pocos lo han advertido, pero casi dos años antes del fatídico 11 de septiembre de 2001, este siglo se estrenó con un episodio bárbaro de intolerancia religiosa, obra de fanáticos: la destrucción de antiquísimas estatuas gigantes de Buda en Afganistán por parte de las milicias del Talibán.

 El fanático inventa un dios a su medida, a la medida de sus deseos y necesidades. Pero no inventa un dios amoroso, benevolente y compasivo, respetuoso y tolerante. Todo lo contrario: su dios es un sádico vengador que ordena matar y destruir para purificar, que declara guerra sin cuartel a los impíos e infieles, que castiga y manda al infierno eterno a los pecadores. Ese dios particular y único no es sólo una creación cultural; es, sobre todo, una ilusión, una invención humana, el producto de una obsesión delirante.

No se discute con fanáticos. Discutiendo no se gana nada, se pierde tiempo y energía, se estropea uno el ánimo por un buen rato y tarda mucho en recuperarlo. El fanático es un dogmático consumado.  Desdeña la realidad incontrovertible de los hechos, la evidencia material, las pruebas y los experimentos.  Si la realidad refuta sus creencias más íntimas, tanto peor para la realidad. El dominio nebuloso de la fe lo ocupa todo. Tiene respuestas previas a todas las preguntas.  A cada interrogante nuestra responde invariablemente con citas de sus “libros sagrados”: la Biblia, o el Talmud, o el Corán, o las obras de Marx y Engels, o el Libro Rojo de Mao. Nos habla desde las alturas de sus verdades supremas, desde el reino de sus certezas inamovibles. No conoce la duda.  La Verdad, que es una sola y que él posee, pues goza del privilegio de habérsele revelado, mueve todos sus actos. Nunca repara en la diferencia entre la letra y el espíritu; le guía la letra, no el espíritu.  Es un error imaginarle siempre como un energúmeno excitado.  A menudo suele ser un tipo sereno, de hablar claro y reposado, y de palabra convincente.  

Para el creyente, Dios es una presencia real, íntima, inefable que abre su existencia a una dimensión trascendente.  Pero convertido en idea fija en la mente del fanático, es capaz de engendrar los peores excesos, las mayores infamias.  El Dios amoroso que se revela a los hombres y se despliega en la historia se confunde con aquel otro Dios que se impone por la fuerza y la violencia, a sangre y fuego y espada sobre los pueblos incrédulos o de creencia distinta. 

El largo enfrentamiento histórico entre el paganismo antiguo y el cristianismo ascendente terminó con la derrota del primero por el segundo. El triunfo del cristianismo, hecho fundamental en la historia de la civilización occidental, significó el triunfo de una visión monoteísta del mundo y la desaparición de los antiguos dioses paganos. Un repaso a la historia efectiva de las tres religiones monoteístas universales (judaísmo, cristianismo e Islam) demuestra la relación estrecha entre monoteísmo e intolerancia.  El culto al único Dios ha demostrado ser intransigente y sectario frente a otros cultos.  Durante siglos, las religiones han fanatizado almas y legitimado el exterminio de culturas y civilizaciones enteras.  La cuestión fundamental radica en saber si todo credo monoteísta trae consigo fatalmente la intolerancia y la proscripción de otros credos. Con razón un pensador escéptico como Cioran opina que el monoteísmo contiene en germen todas las formas de tiranía y que la libertad es el derecho a la diferencia.

El fundamentalismo judeocristiano sirve hoy para azuzar agresiones y guerras injustas y para legitimar exclusiones y despojos de pueblos.  El Islam más radical, por su parte, no parece haber salido aún del Medioevo.  Se resiste al cambio, a la innovación. Como toda religión espoleada por la modernidad occidental, hoy está abocado a enfrentar uno de sus mayores desafíos, uno  que no puede eludir: replantear su relación con la modernidad y asumir su necesaria modernización.  La resistencia, el rechazo radical a ese desafío modernizador se llama islamismo. El fundamentalismo islámico (sea argelino, iraní, saudí, pakistaní o afgano) es radicalmente antimoderno.  Como en su momento lo hiciera el cristianismo en Europa, condena la modernidad como anti-islámica, hija de Satán. Pretende islamizar la modernidad, cuando de lo que se trata es de modernizar el Islam.

Como toda profecía, la de Malraux podría llegar a cumplirse. Es muy probable que el siglo XXI sea el siglo de la religión o de las religiones. Eso significa que lo religioso y lo espiritual pasarán a ocupar un primer plano en la vida de los seres humanos.  No doy por seguro, sin embargo, que haya sólo un renacimiento religioso o un nuevo fervor espiritual; temo sobre todo a un renacer de viejos odios y fanatismos religiosos.  Algunos pronostican cruentas batallas entre religiones adversas y aun entre credos monoteístas; otros prevén un enfrentamiento visceral entre la cristiandad y el Islam.  Los indicios son inquietantes.  Parece que hoy asistimos a nuevas cruzadas, a empresas terribles y sangrientas en nombre de la fe, del Dios único y verdadero.  Desde hace años, en Cachemira, en el noroeste de la India, hindúes y musulmanes se odian y se enfrentan a muerte. Fanatizados, unos y otros han hallado una forma perfecta de agraviarse mutuamente, de causarse la peor de las ofensas, algo peor aún que matar enemigos: profanar y quemar sus templos, destruir sus símbolos sagrados. Para los islamistas radicales, la lucha contra la guerra de agresión de Estados Unidos en Irak, su campaña en Afganistán, su apoyo incondicional a Israel contra Palestina y Líbano, y su presencia militar en los lugares sagrados del Islam, asume la forma de “yihad”, de guerra santa contra infieles cristianos y judíos. 

No hay que ser intolerantes más que frente a la intolerancia. Si no podemos liberarnos por completo de cultos, credos y dogmas –vieja aspiración del escepticismo-, entonces al menos intentemos que éstos convivan en mutuo respeto, sin excluirse unos a otros y sin excluirlos.  Este principio fundamental de las sociedades democráticas las asemeja a un valor que se perdió con el triunfo del monoteísmo cristiano: la tolerancia religiosa del espíritu romano.

Concedo que siempre se corre el riesgo de que el espíritu de tolerancia pase por indiferencia. La tolerancia que sustento no es sinónimo de debilidad ni de permisividad, que son signos de decadencia, sino más bien reconocimiento de que no poseo siempre la razón, que puedo estar equivocado y el otro puede estar en lo cierto.  La libertad es pluralidad y la democracia respeto a la pluralidad.  Nada peor que el pensamiento único, raíz y origen del totalitarismo. La verdad no es única ni unilateral, sino plural: hay múltiples, diversas verdades.  Lo religioso, como lo político y lo cultural, sólo puede florecer en lo plural.  La democracia debe garantizar la verdadera libertad religiosa, la libertad en lo religioso. Esto se traduce en libertad de culto garantizada por el Estado, Estado no confesional, carácter laico de la cultura, convivencia pacífica de religiones e iglesias, respeto a la diversidad de credos religiosos y políticos.

Si la profecía de Malraux es certera, el siglo XXI transcurrirá bajo el signo de lo religioso y lo espiritual.  Sin quererlo, sin saberlo, con esa manera de actuar excesiva que tienen los sectarios, los guerreros de Dios se ocupan cada día de recordárnoslo.

*Fidel Munnigh es filósofo y profesor en la UASD.

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