El siglo de oro de la literatura dominicana

<p>El siglo de oro de la literatura dominicana</p>

MANUEL MORA SERRANO
No creo que se discuta que la pasada centuria fue, sin duda alguna y cada día se confirma así, ‘el siglo de oro de la literatura dominicana’.

Ahora bien ¿cuándo comenzó y se puede decir que concluyera?

Estamos de acuerdo y no es objeto de discusión posible que “un siglo literario” no tiene exactamente cien años, como no los tuvo la famosa guerra europea. Su comienzo y final tienen cierta elasticidad que no es cuantificable. Sencillamente ocurre una erupción de talentos en un lapso determinado, digamos de ciento veinte o ciento veinticinco años más o menos, durante los cuales emergen grandes nombres y se producen excelentes obras.

Yo podría fichar el comienzo en un hecho paradigmático: el nacimiento de Pedro Henríquez Ureña, porque tanto la obra de Salomé, como la de los otros llamados Dioses Mayores de la poesía nuestra, José Joaquín Pérez y Gastón F. Deligne, alcanzan su clímax luego de esta fecha.

¿Por qué sostengo que fue nuestro “siglo de oro”? Sucede que es evidente no sólo por aquello de “los grandes nombres” sino por fenómenos intangibles y maravillosos. Uno de ellos fue el evidente respeto a los productores de bienes espirituales o estéticos por la sociedad en pleno y otro, el de los propios escritores respecto a los que les precedieron..

Esto siguió así, con variantes, con sus luces y sombras a pesar del grito liberador del Postumismo y del llamado a la universalidad de la Poesía Sorprendida y aunque empezó a variar con la Generación del 48, no hubo parricidios contra los mayores que crearan escándalos o irrespetos.

La guerra de abril cambió muchas cosas. Entonces surgieron los parricidas. Pero realmente la ruptura llega con la generación malcriada de post-guerra que comenzó a cuestionar y a menospreciar lo que se había hecho, bajando a veces al denuesto parricida. Se construyó una rampa resbalosa creyendo que iban a inaugurar con el socialismo utópico y otros resabios epocales una nueva era, pero ocurrió lo que les había vaticinado Franklin Mieses Burgos cuando contempló sus desaires y sus poses de grandeza en “plena edad de pavo literaria” con aquella frase contundente: “Cuando vuelvan el rostro, verán que detrás de ellos hay monstruos.”

Ni las muertes de Pedro y de sus hermanos Max y Camila Henríquez Ureña concluyen ese festival de excelencias lleno de luceros y estrellas. Ni siquiera las de Juan Bosch y Joaquín Balaguer, porque quedaba respirando en la tierra, lúcido todavía, Mariano Lebrón Saviñón y desperdigados por la geografía los que vinimos después y participamos, aunque fuera tangencialmente, del aura dorada de nuestra literatura teniendo contactos y leyendo con fervor a los sobrevivientes del Postumismo y de la Poesía Sorprendida.

Un siglo de Oro concluye, de acuerdo a lo que conocemos en la historia universal, cuando surge una generación que reniega de su herencia nacional y se fija únicamente en las excelencias foráneas y sólo a estas cita, creyendo que esa notoriedad de eruditos les granjearía el respeto general, soslayando olímpicamente lo propio.

Cuando lo importado supera la producción local, se cae en déficit. Es una máxima que se aplica a la economía política igual que a las artes y especialmente a la literatura.

Por eso está concluyendo el esplendor y en su larga agonía somos testigos de esta bancarrota cultural que envuelve a todo un pueblo colmado de banalidades y de frustraciones fáusticas.

Ojalá las nuevas generaciones, por más globalizadas que se sientan, por mucha intoxicación de nombres y de fichas que posean de prestigiosos escritores y pensadores universales (algo que en sí no es dañino), recuerden que deben volver a leer y a citar a Pedro Henríquez Ureña como el maestro extraordinario que fue, y a los demás como él que rozaron la excelencia, pero sobre todo, no avergonzarse por reconocer y apreciar a los escritores nuestros, especialmente a los que componen ese “siglo de oro”.

He evitado citar nombres, pero sin duda alguna, desde 1884 hasta nuestros días hay un desfile interminable de luminarias, con sus más y sus menos y el hecho evidente de que sabían escribir y de que escribieron bien. Por eso podemos decir que fueron clásicos. Supieron decirse y decir su país y su tiempo y por eso sus palabras no morirán a pesar de la indiferencia, el menosprecio y el desdén de los ingratos que reniegan de sus padres y se creen hijos de sus actos, pero que, si miran hacia atrás, verán alzarse, monumentales y heroicos, a los monstruos que citaba Franklin Mieses Burgos.

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