El sindicalismo del pasado

El sindicalismo del pasado

R. A. FONT BERNARD
Los líderes de la actual etapa del sindicalismo nacional, -varios de ellos enriquecidos empresarios-, ignoran el origen de los beneficios económicos y laborales de los que disfrutan en los días del presente. Es la herencia de un grupo de hombres, que sin dobleces y sin claudicación, lucharon- y muchos de ellos murieron, en la defensa del derecho al trabajo, y a la defensa de los derechos humanos. Entre ellos, por su combatividad y abnegación, recordamos los nombres de Mauricio Báez, Alberto Larancuent, Raúl Cabrera, y Justino José del Orbe. Los tres primeros de los nombrados caídos por la vesania de la dictadura, y el último, fallecido en el olvido y la miseria.

Precisa puntualizar, que para el año 1940, no existían leyes que favoreciesen a los trabajadores, y que como consecuencia de ello, los serenos de las factorías azucareras, devengaban un salario de cuatro pesos semanales por diecisiete horas diarias de trabajo; y que las costureras de las fábricas de camisas, ganaban entre tres y tres pesos y medio semanales, con la particularidad de que conforme nos consta, el propietario de una de esas industrias, era más bien un capataz, que se consideraba autorizado a ejercer con sus trabajadores el derecho de pernada.

El salario promedio de los trabajadores de la industria azucarera, se situaba entre los sesenta y sesenta y cinco centavos, por una jornada de doce horas diarias. Muchos de esos trabajadores, morían afectados por la tuberculosis, o por la enfermedad que entonces se conocía como la «anemia producida por el hambre».

Mauricio Báez fue el organizador de la huelga del mes de enero del 1946, que paralizó todos los ingenios azucareros de la Región Este del país, lo que supuso un reto a la dictadura de Trujillo. El paro no pudo ser contenido con la participación del Ejército Nacional, comandado por el entonces coronel Federico Fiallo. Fue en esa situación, como emergió el protagonismo político de Ramón Marrero Aristy, quien recién nombrado Subsecretario del Trabajo, intervino exitosamente, en el rol de «amigable componedor».

Trujillo intuyó, que lo acontecido en la región Este del país, podría extenderse a todo el territorio nacional, y autorizó a Marrero, para que iniciase la apertura, negociado con los propietarios de los ingenios. La misma culminó meses después, con la celebración del Congreso Obrero Nacional, inaugurado el 24 de octubre del 1946. En ese evento participaron varios delegados extranjeros, entre los que destacaron Buenaventura López, miembro del Partido Comunista Cubano, y Fernando Amilpa, representante de la poderosa Central de Trabajadores de Méjico. Trujillo anunció que estaría presente en la sesión inicial celebrada en el Teatro Julia, situado en la entonces llamada Avenida José Trujillo Valdez (actual avenida Duarte), pero a última hora, decidió leer un discurso transmitido por la radio, desde su despacho del Palacio Nacional.

Recordamos incidentalmente, que al salir Mauricio Báez del local, fue requerido por un grupo de policías, para que presentase su cédula de identidad nacional. No la tenía, y fue conducido al destacamento situado frente al parque Enriquillo, donde fue liberado mediante la intervención personal, del entonces Presidente de la Junta Superior Directiva del Partido Dominicano, señor Virgilio Alvarez Pina, a solicitud de Julio César Ballester.

Con todos sus tropiezos y dificultades, la mayoría de las ponencias adoptadas en ese Congreso, redituaron considerables beneficios para la clase trabajadora, entre los que vale mencionar, la ley que redujo a ocho horas diarias y cuarenta y  ocho semanales, la jornada de trabajo; la ley del contrato de Trabajo, -redactada por el entonces Consultor Jurídico de la Secretaría de Estado de Trabajo-, licenciado Jesús de Galíndez-, que estableció la obligatoriedad de pagar la cesantía y el preaviso, en los casos de despido injustificados; la ley del salario mínimo, y de las vacaciones anuales pagadas.

Fue necesario la imposición, a veces drástica de Trujillo, para vencer las resistencias patronales, que alegaban que la nueva legislación laboral estaba inspirada en las directrices trazadas por el comunismo internacional. Recuerdo, como un dato ilustrativo, el caso del propietario de una fábrica de camisas, que despidió a una de sus obreras, luego de haberla seducido sexualmente. Trujillo asumió la Cartera de Secretario de Estado de Trabajo, y tras convocar a su Despacho al patrono violador de la ley, le impuso el pago inmediato de tres veces lo que disponía la Ley del Contrato del Trabajo. Recuerdo también, la advertencia que fue formulada, mediante el «Foro Público», a los propietarios de un ingenio azucarero negado a cumplir la jornada de ocho horas de trabajo. Según lo advertía «un Foro», la superioridad, tenía conocimiento de que los propietarios de ese ingenio, llevaban una doble contabilidad, en perjuicio de los intereses del Estado.

A partir de entonces, los empresarios sabían a qué atenerse, en lo relativo al cumplimiento de las leyes laborales. Fueron las decisiones precedentemente anotadas, propias de una dictadura, que no necesitaba del concurso económico de los empresarios, como es lo habitual en la presente etapa democrática.

Anticipándose a las presiones internacionales, dimanente del triunfo de la democracia en la II Guerra Mundial, Trujillo creó un conjunto de leyes investidas de un carácter social, como fueron las que crearon la ley al Seguro Social, la que creó el Instituto de Auxilios y Viviendas, el Banco Agrícola e Hipotecario, el desayuno y el ahorro escolar, y otras tantas imposiciones, que conforme es habitual, en el presente interludio democrático, hubiesen sido modificadas u obstruidas, respondiendo a la desinteresada liberalidad del «hombre del maletín».

Fue ese, indisputablemente, el lado positivo de la dictadura. Y es por ello, por lo que como lo hemos dicho anteriormente, Trujillo fue un hombre de su tiempo, y a la vez, de las circunstancias de su tiempo. Manejaba con magistral versatilidad, la línea que separa lo posible de lo conveniente. Pero como es lo habitual en todas las empresas humanas, las leyes sociales que le legó al país, tuvieron un alto costo en lo relativo al criminal derramamiento de la sangre humana. Fue, puede decirse, una legislación, para el futuro, con un elevado costo en sangre y sacrificios, para los dirigentes sindicales de entonces.

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