Las reglas así lo permiten: el presentador oficial de acusaciones ante las barras de la justicia tiene derecho a reservarse proyectiles para la entrada en materia en el juicio de fondo al que desembocan los casos; y puede suponerse que lo que se guarda con intención de aplastar con mayores pruebas al prevenido que corresponda deberá contener nitro glicerina o la embestida al momento de lo «oral, público y contradictorio» carecería de aguijones para el espanto de los espectadores y la íntima convicción de los honorables magistrados.
El jüegito pesado de insinuar que la faltriquera del Ministerio Público podría estar repleta de dinamitas para el futuro inmediato resulta en sí mismo un ruido de cadenas disuasorio a futuras intenciones delictivas. Una invitación cruel a alejarse de lo mal hecho, no comparable desde luego, a los preludios de quemar manos y entrapar en cepo al esclavo de las plantaciones algodoneras de Mississippi que dispusiera de las propiedades de su amo.
Pero de menor inhumanidad si ocurriera que algún rudo automovilista sorprendiera a un desaprensivo en el momento en que trataba de robarle un retrovisor. Tras correrle atrás al grito de ¡te voy a matar! logra atraparlo pero reduce las consecuencia a un par de patadas por el fundillo con arrastre por los suelos. La sangre no llegó al río ante unos transeúntes que supusieron que de verdad habría sepelio, lo que hubiera sido desproporcionado; pero queda dicho que no siempre se cumplen los más severos preludios de perjuicios al infractor.
Si la carabina de severos augurios resulta luego de menos calibre y pólvora se estaría ante otro parto de los montes como el contado en una fábula de Isopo en la que el tronar de unas lomas anticipaba una catástrofe y lo que emergió fue un ratón.
Pero puede ocurrir que a nivel local se haya apelado un poco a la suposición de que a veces para muestra basta un botón… y ese botón puesto a la vista televisivamente y descrito por los periódicos en estos días, confiere por si solo dimensiones que ponen los pelos de punta. Cualquiera que no estuviera entre rejas y directamente señalado, tendría motivos de sobra para echarse a correr.
Los «elementos constitutivos» de crímenes, junto con los «debidos procesos», han hecho historia en este país. A un haitiano por Yamasá le echaron cuatro años de prisión, uno por cada gallina que se robó. No le valió para salir absuelto haber hecho desaparecer las cuerpos del delito comiéndose a las aves sustraídas.
Por los lados del Sur, una serie de testigos inventados le enredaron la cabulla a un juez para convertir en acusado a un acusador al que le habían robado un televisor. El magistrado fue convencido de que el aparato pertenecía, de buena ley, al sustractor; y a la víctima la hicieron aparecer como usurpador justiciable.
En un juzgado de los bordes fronterizos un serrano, con todo y ser un imbécil de marca mayor, estuvo a punto de convencer a las autoridades de que le habían secuestrado a la mujer, la que en realidad días antes se había mudado por su propia voluntad y con todos sus ajuares a la casa de un vecino a solo dos cuadras del «lugar de los hechos».