El Tamaño de la Indigencia

El Tamaño de la Indigencia

En una ocasión intenté referirme a la metodología de las medidas, pero decidí devolverme. Resultó de esas regiones donde el filósofo, quizás, se siente a sus anchas pero donde nadie más llega. Es un camino largo y tedioso, y la conexión del asunto con los problemas cotidianos no es muy fácil de explicar. Sigo insistiendo, sin embargo, en que el tema es inevitable.

Deming (creo), entre los que se dio en llamar “cualitólogos”: aquellos supervisores gerenciales encargados de la racionalidad administrativa y la calidad de los productos y servicios de las empresas-, dijo en una ocasión que lo que no es susceptible de ser medido no puede ser mejorado. De ahí, justamente, la tendencia de la calidad a ser llevada como un número sobre una escala. De otra manera no sabríamos dónde estamos ni adónde queremos o podemos llegar. ¿No se han fijado, por ejemplo, que los políticos sin excepción, evaden el asunto de la medida? “- Me comprometo solemnemente a mejorar las condiciones de los trabajadores (por decir) Pero, ¿quiénes son “los trabajadores”? ¿Qué significa “mejorar”? Una promesa en términos tan laxos puede ser confirmada más delante de alguna manera. A la inversa, no puede ser comprobado su incumplimiento. Este es el lenguaje de no fallar. Otra cosa sería, por ejemplo, decir: “me comprometo a fijar el salario mínimo en 30 mil pesos mensuales a partir de febrero 27 del 2017, y a partir de ese nivel lograr un incremento de 15% cada año”. Esto es muy otra cosa. Por eso ningún político jamás hablará así.

Bunge (el argentino filósofo de la ciencia) dice que la ciencia (en general) aunque no siempre versa sobre lo cuantificable, tiene fuerte tendencia a la medición. En aquella ocasión observaba yo tres cosas: primero, que la medida presupone la homogeneidad de la variable. No podemos mezclar manzanas con peras pero, aún así, las manzanas tienen que ser iguales (en algún sentido). Que ciertamente podemos agregar objetos heterogéneos y medirlos bajo un título más general: manzanas + peras + mangos + … = frutas. Que las unidades se van ajustando con la práctica a la medida habitual: medimos la distancia entre los astros en años luz. Entre ciudades, en kilómetros. Entre casas, en metros. Entre partículas, en micrones. Y seguramente llegará el momento en que será necesaria una medida aún más pequeña.

Un tema más relevante a efectos de la economía es la consistencia de las medidas. Por ejemplo, se dice corrientemente que dos casas (o carros, filetes, etc.) es doblemente bueno que una. La idea es simple: si una casa me provoca 100 unidades de felicidad, dos me derivarán aproximadamente 200. Así podemos dibujar en el eje horizontal el número de casas que tenemos y en el eje vertical lo contento que nos ponen. Y la línea resultante deberá necesariamente tener pendiente positiva. Sin embargo, este no es siempre el caso. Me gusta el ejemplo de las armas y sus efectos. Una pistola (una bazooka, un mortero, un tanque de guerra…) proveen a su propietario una felicidad de 100, digamos, por aquello de la seguridad personal y demás. Dos pistolas deberán otorgarle un bienestar de 200, etc. Ahora, con la pistola, el ciudadano uno hiere o mata al ciudadano dos: ¿está la sociedad –es decir, uno + dos- mejor o peor que sin pistolas? Por cuestión simplemente convencional la venta de armas se contabiliza como un más en el PIB, y los servicios médicos a los heridos por ellas… también, algo simplemente absurdo. Pero eso no es todo: los muertos no se contabilizan. Por eso el mundo se cae a pedazos y somos tan estúpidos como para hablar de crecimiento y desarrollo.

Habla Saint Exupery, en El Principito, sobre la manía de los adultos de buscarle medida a todo. Porque hay cosas que no la tienen, como el amor de una madre. – ¿Cuánto me quieres? – De aquí hasta el cielo. – ¿De qué forma? – De todas. – ¿Cuándo? – Siempre. Como que hay medidas que corren paralelas: los lados de una contabilidad. O medidas que, siendo fijas, se rompen en dos, como el bienestar personal y la indigencia. Si barremos la basura debajo de la alfombra, ¿somos más limpios porque no la vemos? El fenómeno se ha reconocido en lo que se llama deuda ambiental y deuda social. Por ejemplo, esta última se puede cuantificar como la distancia que hay entre un nivel de ingreso familiar aceptable (¿cien mil pesos, a precios de hoy?) y el ingreso real y efectivamente percibido por la familia. Por supuesto, multiplicado por el número de familias en condición de pobreza. Esa es la medida abstracta pero, ¿cuál es su expresión concreta? Como la deuda ecológica se expresa en montañas desmontadas, arrasadas, quemadas. En ríos secos en cuyos cauces ahora crecen las guasábaras. En el silencio de los pájaros. En la soledad del bosque. Así la deuda social se transforma en casas de cartón, niños macilentos y mocosos jugando en el fango. Incultura, analfabetismo. Insalubridad, muerte. Prostitución. Delincuencia. Violencia. Depresión. Abandono. Desesperanza. Indigencia. Si al tamaño del PIB le restamos el de la indigencia, es poco lo que queda. No es que lo pensamos mucho, pero en el fondo nos damos cuenta. No es que se piensa sino que se siente. Que no se la mida no la hace desaparecer.

 

 

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