El país volvió a la calma.
Pero aunque las calles fueron despejadas, un luto profundo quedó en el corazón del pueblo. En más de 200 casas las madres lloraban a sus muertos y los que sobrevivieron yacían en las camas de atestados hospitales. Otros quedaron tras las rejas de las prisiones nauseabundas.
Después de ese tiempo aciago a mí me llegó el telegrama. Fueron pocas letras en papel amarillento y el sello azul de la jefatura. No contaba con muchas horas: debía presentarme el miércoles siguiente a las ocho en punto de la mañana.
En la madrugada metí lo poco que tenía dentro de un morral verde olivo.
Por las calles oscuras solo tropecé con perros realengos y la brisa húmeda.
Veinte minutos antes de las ocho ya estaba a la entrada del recinto.
La puerta principal era en forma de arco y a un lado se encontraba la garita.
Yo no era el único.
A las ocho se presentaron varios cadetes de primer año.
“¡A formar!” ordenó uno de ellos. “Vamos, es por orden de tamaño y de cincuenta en cincuenta”.
La autoridad de la voz y la adustez de sus rostros infundieron cierto temor.
En la confusión chocaban pies y morrales. Los suboficiales encabezaron los pelotones.
A paso doble pasamos por la casa de guardia, la enorme cocina, los pabellones para dormir y el dispensario médico.
Sobre el seco cascajo de la extensa explanada nos agruparon.
El trajín y las primeras luces del sol encendieron los cuerpos.
Al mediodía sentí la resequedad en la garganta.
No obstante mantenía la vista en la distante puerta por donde iban entrando los aspirantes uno a uno.
A las cinco de esa tarde tenía hambre y mucha sed. Pero debía esperar mi turno.