Los detalles del informe sobre el involucramiento de agentes policiales y de control de drogas en el narcotráfico en la provincia de Puerto Plata, elaborado por una comisión del Ministerio Público y la Policía Nacional, son suficientes para estremecer la conciencia nacional y provocar no sólo ejemplarizantes sanciones, sino también una investigación exhaustiva a nivel nacional.
Para los que durante años han seguido las denuncias sobre la complicidad de autoridades policiales, militares y civiles con la más diversa gama de las actividades delincuenciales, incluyendo el narcotráfico, el informe no puede resultar sorprendente, sino demostrativo de que no se trataba de intentos por desacreditar sagradas instituciones, como algunos alegaban, sino de esfuerzos por preservar la salud de la nación.
Fueron los sacerdotes que trabajan en los barrios capitalinos los primeros que comenzaron a alertar sobre las complicidades y connivencias entre agentes del orden y narcotraficantes. Pero eso ocurrió hace más de 15 años cuando todavía vivía el inolvidable padre Santiago Hirujo, llevado demasiado temprano por un infarto cardíaco, quien refería historias en Uno más Uno que entonces parecían fruto de sus excepcionales dotes comunicativas.
Hace pocos meses la antropóloga Tahira Vargas contaba en el mismo telediario los resultados de una de sus investigaciones en barriadas del norte capitalino, señalando con puntos y comas las leyes mafiosas que rigen las relaciones entre narcotraficantes y agentes policiales, incluyendo las tarifas para el funcionamiento de los puntos de drogas y las causas que pueden originar detenciones y hasta ejecuciones, por supuesto en intercambios de disparos de esos que ya arrojaron casi medio millar el año pasado.
El informe de Puerto Plata viene a demostrar que los denunciantes no estaban compitiendo con Bosch, Rueda, Maggiolo, del Risco, Almánzar y demás virtuosos del cuento nacional. Con el agravante de que ya la práctica pasó de las barriadas a las provincias, para dar razón también a otro que algunos quisieron presentar como un fantasioso: el senador por Peravia Wilton Guerrero, quien al insistir en denunciar la complicidad de las autoridades con el narcotráfico, sostuvo que no se limitaba a su jurisdicción y se extendía por la geografía nacional.
Lo más relevante es que el informe no sólo documenta vínculos de autoridades con narcotraficantes, sino que, al igual que en Peravia, los agentes de la seguridad fueron convertidos en sicarios que llegaron a ejecutar hasta un triple asesinato (enero 2 del 2009) que vendían información policial y judicial privilegiada, y participaban en las guerras entre los mismos delincuentes por el control de los mercados, no sólo de la ciudad de Puerto plata, sino también de los municipios circunvecinos.
En otras palabras que tanto agentes policiales como de la Dirección de Control de Drogas estaban subordinados a narcotraficantes, a quienes daban todo género de protección y encubrimiento, manipulaban investigaciones y llegaban hasta a cambiar drogas por substancias inocuas para evitar consecuencias jurídicas.
La pregunta que fluye en todo el que lee el informe es hasta qué punto esas prácticas están limitadas a Puerto Plata, o hasta Baní, donde la masacre de Paya demostró similar complicidad e indiferencia de las autoridades. Si eso ha ocurrido en ciudades del interior donde todo el mundo se conoce, qué se puede esperar de las grandes concentraciones poblacionales y financieras del Distrito Nacional, la provincia Santo Domingo y Santiago.
Si bien hasta ahora los responsables directos han resultado militares, policías y agentes antidrogas, han quedado bien salpicados el ministerio público y la justicia, así como las autoridades civiles que por lo menos se han demostrado indignas de la confianza de la sociedad.
Los casos de Puerto Plata y Baní, todavía sin descifrar completamente, y el menos documentado aún de Bonao, donde todo el destacamento policial quedó recientemente bajo investigación bajo los mismos cargos, muestran la profundidad de la descomposición de las autoridades y obliga a declarar de emergencia una reestructuración total. Esperar más tiempo es una grave irresponsabilidad. Todo el que tenga ojos para ver y oídos para escuchar tiene que sentirse indignado y reclamar acción de lo que queda de las autoridades.