El tierno y sencillo don Manuel

El tierno y sencillo don Manuel

ÁNGELA PEÑA
Más que negociante, parecía un monje. Su marcado acento español, la suavidad de su voz que era como un susurro, la manera casi infantil en que pedía esperar, con un gesto gentil, para sumergirse en sus evocaciones y responder con precisión cada pregunta, recordaban a uno de esos auténticos antiguos evangelizadores procedentes de España. Pero los rasgos que lo asemejaban a un entregado y verdadero fraile eran su extrema humildad, su acendrada religiosidad y la asombrosa y prácticamente exagerada entrega al trabajo.

Sorprendía verlo ir y venir por los diferentes departamentos de la empresa cuando aún se encontraba en la Emilio Prud-Homme. Entonces estaba joven para aquellas jornadas: tenía 87 años. Pero continuó en la nueva instalación de la Núñez de Cáceres a la que entraba con la misma puntualidad, exhibiendo igual eficiencia, con el invariable temperamento sencillo, afable, franco, ya sobrepasando los noventa. Don Manuel Corripio representaba, además, la esencia viva y activa de la historia de la familia y era, por otro lado, depositario principal de la clave de la prosperidad que a nadie ocultaba pues él era el más patético ejemplo de la llave que fue la razón de sus progresos: el trabajo.

No era justo desperdiciar tantos años acumulados de conocimientos. Aparte del discurrir familiar, el dulce don Manuel conocía el acontecer nacional y dominaba con admirable precisión la genealogía de prestantes apellidos de hombres y mujeres que fueron clientes, amigos, vecinos, compañeros de labores, de inmigración, colegas del comercio. Planificamos sesiones de grabación en las que puso de manifiesto su memoria lúcida, su narración exacta, recordando con nostalgia la breve vida en España, casi ahogando las palabras cuando hablaba de doña Sara, la esposa fallecida. En esos momentos en que el llanto parecía llegar ineludible, reclamaba la presencia del hijo único como si buscara fortaleza en su compañía. «No te vayas, Pepín», exclamaba.

Porque un detalle impresionante de don Manuel era la íntima compenetración con su unigénito al que profesaba una admiración que inevitablemente reconocía con palabras que brotaban como torrente. «Tanto así no, papá», replicaba don José Luis ruborizado, haciéndole comprender que lo que interesaba saber, era su historia. No reconoció haber legado a su hijo sus destrezas comerciales. Afirmaba que las habilidades de Pepín fueron patrimonio que le dejó la madre, a quien él asignaba la mayor inteligencia.

Dios estaba siempre latente en su discurso. Nunca atribuyó a sus fuerzas y talento la ostensible prosperidad económica, sino a la gracia del Creador. Era un católico ferviente, participativo. Las largas sesiones pudieron prolongarse si no hubiese sido tan arraigadamente religioso. Pero sus misas diarias eran sagradas. A las cinco de la tarde ya estaba inquieto consultando el reloj para ir a la iglesia.

La perfecta memoria, esa longevidad que a todos deslumbraba porque es magnífico llegar a la vejez sin graves achaques, con la mente sagaz, tenían explicaciones, además del ingrediente principal que, según él, era el trabajo: no era adicto al alcohol, su comida era frugal, era austero y medido en lo social porque sus mayores diversiones consistían en compartir las horas libres con los suyos. Todo eso, afirmaba, le hacía inmensamente feliz. Dios, el trabajo, la familia, fueron pilares en los que sostuvo su paso pródigo, su espíritu bienhechor, la firme postura física que no encorvó su cuerpo, erguido aun en la ancianidad.

La muerte acaba de arrancarlo a este mundo. Por suerte, la moderna tecnología y el temperamento previsor de su hijo Pepín han permitido mantenerlo presente, tanto con el tributo de su ejemplo y su prédica, como con el recuerdo de su voz amorosa contando el inigualable testimonio de lo que fue su edificante vida.

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