El «timing» contra la corrupción

El «timing» contra la corrupción

JESÚS ELÍAS MICHELÉN E.
Hace ya un par de años, el actual presidente de la república, entonces líder de la oposición, utilizó la expresión “falta de timing” para referirse al error cometido por el gobierno de entonces, al aprobar un conjunto de leyes fiscales en un momento inadecuado, provocando con ello, un efecto contrario al esperado. Así el ciudadano presidente utilizó correctamente la palabra inglesa timing para señalar esa especie de sabiduría o sentido común que deben poseer las personas para seleccionar el momento adecuado para emprender una acción determinada.

Hoy, reflexionando sobre nuestra realidad, bien cabe considerar llegado el timing en la lucha contra la corrupción.

La sociedad dominicana se encuentra agobiada por el paso de la tormenta de la crisis bancaria, que nos reveló la capacidad del dinero para corromper casi todos los ámbitos de los poderes públicos y privados. Afectada por las consecuencias de un desvergonzado clientelismo político, del nepotismo y el descaro en el uso de los recursos del estado.

Sumergida en una crisis económica y social de la cual aún no se vislumbra salida. Fenómenos estos que revelan con claridad la grave deficiencia de nuestras instituciones, públicas y privadas, provocada, sin duda, por encontrarse aferradas a la búsqueda de bienes externos a su actividad social, bienes particulares cuales son la consecución de beneficios económicos, prestigio y ascendencia social. Con ello, esas instituciones dejan de lado los fines propios para los cuales fueron creadas, dejándolas des-moralizadas. des-legitimadas frente a la sociedad, presas de la descomposición, es decir, corrompidas.

Si nuestras organizaciones e instituciones se encuentran, en mayor o menor medida, corrompidas, es consecuencia del abandono de ese conjunto de valores y normas compartidos por toda comunidad política, generado a través de un proceso de convivencia histórica, de los usos y costumbres que caracterizan a una sociedad determinada. Lo que bien podemos llamar una ética cívica, porque si no contamos con ella, cabe preguntarse, ¿de cuál marco valorativo partiremos para juzgar el comportamiento público de nuestros ciudadanos?

Pero si bien todas las organizaciones e instituciones de la vida pública no pueden, aunque quisieran, comportarse de forma amoral, es decir, situados más allá del bien y el mal morales, sino que deben someter su actuación a los imperativos éticos, no sólo por asunto de legitimidad sino ya por supervivencia, recae en el Estado la mayor responsabilidad, porque él encarna los valores que deben regir la comunidad política. De esta manera, el Estado no debe limitarse a cuidar de la protección y seguridad de los ciudadanos o convertirse en simple guardián de la propiedad privada, como suponen algunas teorías políticas liberales, sino que el Estado debe además ser el garante de los volores éticos compartidos por su comunidad política, valores que hicieron posible su constitución como Nación. Una comunidad política no está constituida por la simple agregación de individuos, cada uno de los cuales se encuentra persiguiendo sus propios intereses privados, sino que como comunidad es una figura diferente a la suma de sus partes, constituyendo una entidad propia donde como totalidad, persigue intereses públicos.

El ciudadano Presidente, como la figura más destacada de la comunidad política y representante de la soberanía popular, está en la obligación no sólo de sujetar sus actos dentro de los lineamientos éticos que exige el quehacer político, sino de someter el comportamiento de la comunidad política que preside, dentro de los lineamientos de una comunidad ética. Este derecho que le asiste, y que como obligación asume frente a la Nación al jurar como Presidente, es inalienable e intransferible. Descansar esta responsabilidad sobre otros ciudadanos, hiere profundamente la dignidad y el respeto de la figura presidencial.

Consideramos llegado el timing contra la corrupción. Pero si bien esto es tarea del Estado y de la sociedad civil en conjunto, es obligación del Presidente de la Nación dirigir esta lucha llevarla por el camino correcto. El, más que cualquier otro ciudadano encarna, como sujeto moral y representante de la voluntad general, la tarea ineludible de vigilar el comportamiento de nuestras instituciones y de todos los ciudadanos dentro de las virtudes de una ética cívica. Sólo así tendremos futuro.

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