El Tribunal Constitucional debe hablar

El Tribunal Constitucional debe hablar

Algunos juristas comienzan a cuestionar fuertemente la creación de un Tribunal Constitucional (TC) en la República Dominicana arguyendo que, no obstante haberse criticado la inoperatividad de la jurisdicción constitucional ejercida hasta casi el final del mes de diciembre de 2011 por la Suprema Corte de Justicia (SCJ), lo cual fue la principal justificación para la instalación de una jurisdicción constitucional especializada, hasta la fecha no llega a una decena el número de decisiones dictadas por esa nueva Alta Corte, casi todas de inadmisibilidad o desestimatorias de los alegatos de inconstitucionalidad.

A pesar de que es muy temprano para formular estas críticas, pues apenas ha comenzado a funcionar el nuevo TC, el cual ni siquiera con local propio cuenta todavía para su adecuado funcionamiento, es preciso responder a estas críticas antes de que las mismas alcancen tal nivel que contribuyan a erosionar la naciente legitimidad del máximo defensor jurisdiccional de la Constitución.

De entrada hay que estar claros en que la ventaja del modelo dominicano de justicia constitucional es que, al haberse integrado un TC, nos beneficiamos del hecho de que, contrario al sistema de justicia constitucional centrado en una corte suprema que tuvimos hasta hace poco, el TC, como bien afirma Víctor Ferreres Comellas en su obra “Una defensa del modelo europeo de control de constitucionalidad” (Madrid: Marcial Pons, 2011) no puede “seleccionar discrecionalmente los casos a resolver y, por tanto, decidir qué leyes controlar bajo la Constitución”.

Como el TC es el único con potestad para conocer las acciones directas de inconstitucionalidad contra leyes, éste “no puede negarse a revisar una ley que es objeto de impugnación”, pues esta ley “escaparía del control de constitucionalidad si el Tribunal Constitucional pudiera rechazar libremente el conocimiento del correspondiente recurso”.

No hay dudas que el TC tiene un mayor o menor grado de discrecionalidad para definir jurisprudencialmente quién tiene “interés jurídico y legítimamente protegido” para interponer acciones en inconstitucionalidad o en cuáles casos hay “especial trascendencia o relevancia constitucional” para admitir una revisión de sentencia firme o una decisión de amparo.

Pero, independientemente de qué tan claros y categóricos sean dichos requisitos de admisibilidad, el TC no puede definirlos tan discrecional y medalaganariamente que cierre las puertas de la jurisdicción constitucional al ciudadano, a menos que quiera asumir el costo de la deslegitimación política y social que acarreó para la SCJ el caso Sun Land, controversia que no solo le enajenó el apoyo del principal partido político de oposición sino que hizo que el gobierno que resultó beneficiario de tan infame fallo le fuese políticamente incorrecto respaldarla abiertamente.

Las diferencias con el modelo de corte suprema son más que ostensibles, pues, como nos recuerda Eugenio R. Zaffaroni, “es obvio que cuando se cuenta con un verdadero tribunal constitucional (… ) no es tan fácil declarar no judiciables ciertas cuestiones, pero cuando un tribunal supremo no tiene carácter político encargado de resolver conflictos de poderes, como en el caso argentino, todo es posible. Estos tribunales pueden acudir a la ‘self restraint’ cuando no les interesa resolver el caso, porque sería favorecer los derechos de los menos poderosos o porque les acarrearía conflictos que quieren evitar, o puede ampliar su competencia cuando le interesa particularmente hacerse cargo de la decisión de un caso o formular una simple manifestación política”. En otras palabras, el TC no puede escurrir el bulto y negarse a atender el negocio para el cual ha sido creado: defender la Constitución.

Ya lo dice Ferreres Comellas: “un tribunal constitucional lo tiene difícil para evadir las cuestiones constitucionales que se le plantean. El tribunal se ve forzado a hablar –a veces bastante pronto-”. Y es que “será difícil para un tribunal constitucional asegurar su propio espacio en el sistema institucional si continuamente desestima las impugnaciones que se formulan en contra de las leyes.

¿Qué sentido tendría establecer un órgano cuyo cometido primordial es controlar la validez de las leyes, si al final resulta que ese órgano casi nunca invalida una ley?”

Quiéranlo o no sus magistrados, los tribunales constitucionales “tienen que ser relativamente atrevidos en una parte importante de su jurisprudencia, si desean ganar un lugar bajo el sol en el orden institucional”.

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