El turno del escriba

El turno del escriba

SERGIO SARITA VALDEZ
La novela es un género literario fascinante e interesante ya que presenta una trama espasmódica interrumpida a través de los capítulos. Casi siempre es el producto de un o una autora. Sin embargo, para nuestra grata sorpresa nos hemos encontrado con una agradable excepción. Las distinguidas y veteranas escritoras argentinas Graciela Montes y Ema Wolf han aunado esfuerzos para sacar a la luz pública un relato que con justicia ha logrado obtener el Premio Alfaguara de novela 2005.

El argumento de la obra no podía ser mejor escogido. Se remonta al año 1298 en que un escriba genovés lleva catorce años como prisionero de guerra. Distinto al común denominador de los rehenes el protagonista del libro, Rustichello de Pisa, ha tenido la suerte de que Marco Polo caiga en su celda y se convierta en el relator de una extensa narrativa histórica que metafóricamente desvanecerá las paredes que encierran a los personajes. Digamos que físicamente están encerrados pero mentalmente están libres como los pájaros que vuelan en el espacio sin límites ni fronteras.

Así como el Quijote encontró a su amigo Sancho para que escuchara y compartiera sus visiones e ideales, de una forma parecida el compilador de datos tuvo a un testigo viajero del mundo para que le narrara sus impresiones, experiencias y conocimientos acumulados en sus viajes por el oriente.

Hablando de las navidades cuentan las novelistas que el cautiverio de Rustichello no había conseguido borrar su espíritu festivo. Refieren ellas que “los años de aislamiento, el escaso intercambio con espíritus cultos y los quebrantamientos de la memoria habían terminado por embrollar su teología”. Más adelante nos dicen que la lectura y escritura intensas habían conformado su visión cósmica de un modo muy particular: “Arriba los pájaros, debajo el mar, y en el medio los afanes humanos, las bellas historias de los caballeros andantes y también, a falta de otro lugar, el Viejo y el Nuevo Testamento. La zona intermedia era un tanto abigarrada y tendía al desborde, pero los dos límites, serenos, claros, la mantenían a raya.  Respetaba las fiestas, se persignaba a menudo, no blasfemaba,… y ayunaba no sólo al inicio de las cuatro témporas, como recomendaba el obispo Iacopo, En primavera para refrenar la lujuria, en verano para contener la avaricia, en otoño para neutralizar la soberbia y en invierno para protegerse del frío, la infidelidad y la malicia”.

El desenlace concluye con un pensamiento hermoso que vale la pena transcribir: “Toda la historia humana se divide en cuatro estaciones: el tiempo del error, el de la renovación, el de la reconciliación y el del peregrinar, que es éste, en el cual vivimos siempre como peregrinos en batalla”.

Diferente a lo que piensa mucha gente, la mayor satisfacción y deleite en la vida no está al final cuando se alcanza una meta, sino durante el trayecto que nos conduce a la misma. Ese peregrinar es el que entretiene y le pone el sabor a la razón existencial de la raza humana.

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