POR M. Á. BASTENIER
A los 76 años, el primer ministro israelí, Ariel Sharon, se prepara a librar su último combate por lo que entiende que es el futuro de Israel. Dedicó media vida a perseguir a Yasir Arafat, y aunque el presidente palestino se le escapó, prefiriendo entregar el alma a una enfermedad misteriosa, ha progresado en cambio enormemente en la destrucción del pueblo palestino que, con o sin autonomía, nunca ha pasado tanta penuria, ha visto más arruinado su entorno material, ha tenido menos esperanzas de futuro.
¿Es verosímil, por ello, que Sharon traicione la obra de toda una vida para ofrecer a su nuevo interlocutor, Abu Mazen, un arreglo basado en la resolución 242, que pide la retirada total de los territorios ocupados?
Con Sharon y Arafat ha ocurrido algo curioso, similar y diametralmente opuesto a un tiempo. A ninguno de los dos, EE UU e Israel les han juzgado por sus palabras.
El rais, dijera lo que dijera, era el que no quería la paz; el que desencadenaba el terrorismo contra civiles israelíes; el que desaprovechó una gran oferta del laborista Ehud Barak en Camp David. E, igualmente, poco importa, cuando menos a EE UU, que Sharon haya dicho mil veces que Israel jamás se retirará de la Jerusalén árabe -donde se ha hecho una casa-; que en cualquier acuerdo final piensa conservar más de la mitad de Cisjordania; que el anunciado repliegue de Gaza sólo es un arreglo para retreparse mejor en el resto de los territorios. El primero miente cuando habla de paz, y el segundo, al aceptar la guerra.
El beneficio de la duda envuelve como un aura todo lo que Sharon dice, particularmente en los momentos actuales, en los que alguna negociación parece que habrá de producirse.
¿Cabe, ante ello, encontrar puntos de acuerdo entre el sucesor de Arafat y el jefe de Gobierno de Israel?
A corto plazo, sí. Abu Mazen puede prometer, aunque bajo su sola responsabilidad, la formación de un Estado palestino en la mayor parte de los territorios, con capital en Jerusalén-Este, y, como desiderátum final, la solución del problema de los refugiados, que suman ya cerca de cuatro millones. Pero en lo inmediato necesita mostrar una mejora material en la suerte de su pueblo.
Sharon, por su parte, tiene que sacar todo el partido político que quepa de la retirada de Gaza -8.000 colonos protegidos por casi el doble de soldados, en poco más de 100 kilómetros cuadrados- así como de cuatro colonias incómodamente alejadas del bloque central de instalación judía en Cisjordania.
Y la transacción que convendría a ambos sería la liberación de buena parte de los millares de palestinos hoy en cárceles israelíes, más algún alivio de las comunicaciones en los territorios, para que la población pueda llevar a término las funciones esenciales de la vida: trabajar, abastecerse, visitarse.
El líder palestino podría mostrar, así, que ése es el buen camino, reforzando una legitimidad que no le sobra, como se vio en la escueta votación recibida el pasado día 9.
Ese principio de acuerdo, que no compromete a nadie, choca con la continuidad de los atentados de Hamás, sin cuya paralización por un tiempo prolongado no habrá reanudación de negociaciones. Abu Mazen es sincero cuando afirma que desea el fin del terrorismo, porque está seguro de que éste no sirve a ningún fin.
No sólo no detiene la implantación de las colonias, sino que más bien la estimula, y, sobre todo, justifica a ojos de la opinión israelí la represión militar que va minando la fábrica de la sociedad palestina. Sharon, a no dudarlo, también desea el fin del terrorismo, pero la atroz dedicación de los suicidas le ayuda a desempeñarse con la contundencia conocida.
¿Qué hay más allá de ese posible acuerdo entre el israelí y el palestino? La coincidencia de la diplomacia occidental en no mirar más allá de la retirada de Gaza; la posibilidad de que el presidente Bush le apriete en su segundo mandato las clavijas a Israel; y una creencia, relativamente generalizada en los medios, de que Sharon pueda darle en su último combate un gigantesco vuelco a toda su historia precedente, como si hasta ahora no hubiera hecho otra cosa que mentir, a la espera de que llegara este momento. (EL PAIS)