El uno, dos y tres, ¿dónde están?

El uno, dos y tres, ¿dónde están?

MARIEN ARISTY CAPITÁN
Hace días que le ha tomado con el «cuaco, quinco, seí». A pesar de que ya contaba desde el dos, porque el uno jamás le ha gustado y prefiere saltárselo olímpicamente, la pequeña cambió el orden predestinado de los números para quedarse con aquellos que más le gustan: el cuatro, el cinco y el seis.

Con la pronunciación peculiar de una niña que aún no alcanza los dos años, la forma de contar de Pilar Marie me recuerda a los políticos que nos gastamos en este país: llevan una secuencia personal, desconociendo los principios establecidos, y le dan nuevos y personales matices a la realidad.

Los tres primeros puestos que ellos se saltan, sin embargo, nada tienen que ver con los números o la forma de contar: son los principios, ese un, dos tres de hacer política o de gobernar lo que se han llevado por delante.

Sin ir demasiado lejos, en un país en el que ya nos da trabajo hasta bañarnos (sí, vivo en la Urbanización Real y aquí tampoco llega el agua), a las autoridades se les ha olvidado lo más fundamental de su ejercicio: trabajar para el pueblo que los eligió, confiando en que resolverían al menos los problemas básicos, ofreciéndoles al menos alguna compensación por los esfuerzos que hay que hacer para mantenerlos en el poder.

En segundo lugar, y ese sería el número dos que han olvidado contar, están fallando a la hora de cumplir y hacer cumplir las leyes. Es por eso que vemos cómo se rompe la famosa ley de austeridad, aumentando el gasto público y permitiendo que un funcionario se garantice una pensión de RD$450 mil mensuales; cómo se festina la impunidad en la mayoría de los tribunales o cómo la gente continúa volándose los semáforos o metiéndose en vía contraria sin  ningún remordimiento.

Pero es el tercero de los principios, y el más fundamental, el que más dolor nos da cada vez que alguien le pasa por encima: me refiero a la honestidad, ese importante valor que no nos permite hacernos con los bienes del erario ni aprovecharnos de nuestra posición para lograr prebendas o sacar algún beneficio personal.

Algunas veces ese beneficio viene disfrazado de muchas cosas: desde la cuota de poder, que les obnubila a casi todos porque les permite tomarse licencias que de otra manera no tendría, hasta la posibilidad de saltarse unas cuantas reglas para «ayudar» a su familia o relacionados a salir adelante.

Por ese motivo es que me da rabia ver que muchos funcionarios luchan encarecidamente para que hablemos acerca de las maravillas que ha logrado, cual si fueran samaritanos desprendidos que entregan su patrimonio en beneficio de los desposeídos, obviando lo más elemental: en lugar de hacerle un favor a la patria, están cumpliendo simplemente con su trabajo.

Pese a ello, se visten de doctos políticos cuando en realidad no son más que simples mortales en busca de un prestigio y una fama que les pueda garantizar el éxito mediático que les servirá para conseguir siempre lo que quieren. ¿Por qué, quién se resiste ante los grandes señores de la Nación?

En estos días, cuando cunde el temor de que pueda haber cambios en el gabinete oficial y las sensibilidades están a flor de piel, es cuando más se nota que la mayoría de los funcionarios están ahí en busca de cualquier cosa, menos de ofrecer sus servicios para que el país eche hacia delante.

Enviando notas de prensa en las que muestran logros espectaculares al tiempo que hacen compromisos grandiosos, muchos de ellos se han apartado bastante de la palestra pública para no correr el riesgo de ponerse en entredicho. Nadie quiere quedar mal, eso es sabido, para mantener su puesto más allá del próximo 16.

Aunque el Presidente no es muy dado a hacer cambios, quizás ha llegado la hora de que remueva un poco el árbol gubernamental. Al hacerlo, y si elige con cuidado, tal vez podamos encontrar gente que sepa contar partiendo desde el uno.

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