CHIQUI VICIOSO
Hace ya tres años, al levantarme, leí en el matutino del día una entrevista con una frágil mujer que contaba, de una manera despojada de todo artificio, de toda grandilocuencia, como si se estuviera tomando un vaso de agua, o comiendo un pedazo de fruta, las historias sobre su infancia y adultez, más extraordinarias. Brújula, todo oído, mi corazón y mirada se detuvieron en aquel artículo que auguraba el arribo de otras mil y una noches, esta vez mexicanas, y lamenté, en ese momento, no tener acceso a sus libros.
Empero, para quienes habitamos en la dimensión de lo no dicho, desear es ordenar al Cosmos y en apenas dos horas, camino al aeropuerto, llegó a mi casa una azorada escritora de manos del fotógrafo Polibio Díaz, de quien le había parecido entender la llevaba a visitar un pueblito chiquito y desbordado, es decir, lleno de cantinas, que se llamaba Chiqui Vicioso.
La mutua sorpresa abrió las puertas para una amistad que se consolida, y para el arribo a mis manos de Duermevelas, y El vago espinazo de la noche, dos libros de cuentos que le han otorgado a Adela, según García Márquez, el difícil galardón de ser considerada como una de las diez cuentistas más importantes de América Latina.
Hay dos Decálogos del Cuento, uno es de Quiroga y el otro del dominicano Juan Bosch, maestro de Márquez y artífice del mucho decir con pocas palabras. Poeta, a su modo, porque sopesaba muy bien el valor metafórico de lo escrito; asceta del decir, avaro del desenlace, don Juan era más parecido a un escritor norteamericano de la Generación Perdida, con su énfasis en la síntesis, que a un representante del barroco caribeño y latinoamericano, o del barroco francés, donde uno se detiene tanto en la belleza de la prosa que el argumento y desenlace pasan a un segundo plano. Cualquier inferencia a Proust y su búsqueda del tiempo perdido es correcta.
Duermevelas es todo eso que planteaban don Juan Bosch y Quiroga. «Cuando despertó el dinosaurio aun estaba ahí», narra Quiroga en el cuento más corto del mundo. «Mis hijos, flacos, dementes, comían alpiste y trinaban», nos cuenta el protagonista de «La Jaula de Tía Enedina», uno de los cuentos más asombrosos que haya leído en mi vida.
En el cuento Cordelia, narra Adela: «En el atrio habían adosado un norme y antiguo espejo, ante el cual enfrentaron a las niñas. Los reflejos adquirieron vida propia y cuando estaban a punto de salir del azogue, don Luciano, aterrado lanzó una piedra rompiéndolo en pedazos que cayeron desparramados en el patio de adoquin. …brotaron tantas Cordelias como fragmentos había». Y después de esa imagen atemorizadora, como el hecho más natural del mundo, Adela concluye: «Mi madre tuvo la fuerza de amparar a todas sus hijas, no sin antes pedirle a sus vecinos que se deshicieran de sus espejos». Así de simple.
No hay rebuscamiento, atmósferas artificiosas, tortuosas construcciones lingüísticas. Hay, existe, la naturalidad del que narra lo extraordinario como un hecho cotidiano en su vida, como algo de todos los días.
Tuve la suerte de llegar a la Casa Fuerte del Indio Fernández, padre de Adela, para la fiesta de los muertos y allí lo entendí todo. Ando ahora con el desafío de poder, en mis circunstancias y bordes, dejar que fluya lo inédito a la limitante frontera de la página.
Eso es lo que Adela hace en Duermevelas y El vago espinazo de la noche. Así de sencillo, así de asombrosamente extraordinario.