El vedado estéril (BIS)

El vedado estéril (BIS)

CARMEN IMBERT BRUGAL
Ser provinciano es una categoría excluyente. En una época era el azoro y el desconocimiento acerca del savoir faire capitalino, la ingenuidad y el atrevimiento. Antes de las autopistas, del telecable, de la red, era el aislamiento.

Confinar regiones fue característico de la tiranía. Los telegramas avisaban muertes, progresos, exilios y prisiones. La capacidad de respuesta inmediata se perdía entre el polvo y los mareos de viajes interminables que abocaban en la capital. El aislamiento permitía jefaturas regionales, que se reeditan, pero del mismo modo propiciaba reinados intelectuales que jamás serían validados más allá de las mecedoras o de los garitos pueblerinos.

No sólo fue dramático el éxodo del campo a la ciudad sino el éxodo de provincia al antiguo Distrito Nacional. Se trataba de transar o morir. Algunos  descubrían la calle El Conde  después de conocer la Gran Vía o Park avenue, sin embargo desconocían las reglas y erraban cuando intentaban penetrar algún gueto de pensadores. Se precisaban credenciales sociales, ideológicas y la complacencia del cariño. Para cualquier aficionado a la literatura la acogida tenía un precio. El  pago podía ser secreto, sabroso y rentable, sin obviar las humillaciones inolvidables, esas de gestos y silencios que marcan vidas.

Así se fue forjando una elite intelectual capitalina sin nada en común con la excelencia y la dedicación de los intelectuales de la tiranía -serviles o rebeldes-. Los doctos de las peñas, los hacedores de nombres y deshonras, fraguaron en la metrópoli las capillas de la mezquindad.

Sin peaje no accedía la grafía trémula y primeriza. La idea provinciana no cabía en esos cenáculos de la coba mutua.

Después de los destellos que produjo la guerra y la post guerra el deterioro se hizo patente. Envejecía la creatividad y la temeridad. Había que buscar lugar en algún escritorio porque luego de tanta camaradería, entusiasmo y arrogancia, la producción devenía escasa. Los pupilos elegidos aventajaban y aborrecían a los mentores o resultaban proyectos fallidos. La proscripción continuaba.

Se estremecían cuando algún intruso, sin padrinazgo, lograba ocupar el espacio de un periódico o exhibía un producto sin previa censura. Se refugiaron en la burocracia oscura para mantener en su cédula de identidad social la categoría de intelectual como oficio. Pero seguían mandando.

La contemporaneidad sorprende a un país sin subversión intelectual, sin ningún gurú de entonces que se atreva a la disensión o a esgrimir una opinión estremecedora. Inútil la exclusión dentro de la  exclusión, el vedado ha sido estéril. Languidecen textos mustios en el reverbero de la frustración, en el mercadeo por afecto. En una ocasión, Silvio Torres Saillant, doctor en Literatura Comparada, denunció las  miserias de ese mundillo. Recibió silencio.

Nada dijeron los traficantes del descrédito, de la loa mendaz.

Construido el clan que atraviesa gobiernos para pervivir, proliferan antologías, reportajes, reconocimientos, representaciones vacuas y oportunistas del pensamiento dominicano. Continúan las logias impenetrables, el desdén para cualquier creación que escape de jurisdicciones antojadizas.

Sin crítica objetiva, sin editores, sin análisis, sin discusión, el intelectual aguarda desesperado la urgencia de un mecenas para claudicar. ¿ Cómo rebatir entonces al doctor Torres Saillant cuando expresa en su opúsculo “Intelectualidad Dominicana y Poder”:” La dinámica en que se desenvuelve la intelectualidad dominicana le exige vivir en relación de subalternidad con los representantes del poder y constituirse en una fuerza de choque a su servicio.

¿Cómo rebatirle cuando espeta: “ Sencillamente, el país carece de un mercado de ideas capaz de premiar el trabajo intelectual”.

Cuando el doctor menciona “poder” debe extenderse el concepto. No limitarlo  al “gobierno”. El “poder” que incide en la difusión, aceptación, evaluación del trabajo intelectual nacional, abarca estamentos  privados y públicos. La estrofa escrita fuera de esas cuadras, la idea concebida más allá de esos linderos, la sinfonía compuesta sin intermediarios, puede perderse en un atroz anonimato.

Definitivamente, la trascendencia del trabajo intelectual, el debate, están determinados por la asunción de una ética grupal que permite trasgresiones coyunturales, acomodaticias, pautadas para los inscritos en esas legiones. A los demás les corresponde la indiferencia o la descalificación.

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