La promulgación de la Ley núm. 47-25 de Compras y Contrataciones Públicas marca, sin duda, un antes y un después en la historia del Sistema de Contrataciones Públicas Dominicanas. Es una norma moderna, que recoge avances significativos en materia de transparencia, digitalización, inclusión de MIPYMES y fortalecimiento de los mecanismos de control. Sin embargo, si algo nos ha enseñado la experiencia comparada y nuestra propia historia legislativa, es que las leyes por sí solas no transforman realidades. El verdadero reto no radica en su aprobación, sino en su aplicación efectiva.
Podemos recordar cómo la Ley 340-06 también fue recibida en su momento como un paso trascendental hacia la institucionalidad, y sin embargo, a lo largo de sus casi dos décadas de vigencia, enfrentó grandes obstáculos: falta de capacitación en las unidades de compras, escasa supervisión, incumplimiento de plazos, resistencia al cambio y prácticas administrativas que terminaban debilitando el espíritu de la norma. El riesgo de que la historia se repita con la Ley 47-25 está latente.
Uno de los principales desafíos será la implementación tecnológica. La interoperabilidad con la DGII, la TSS y otros entes promete simplificar procesos y reducir discrecionalidades, pero sin personal capacitado y sin inversión sostenida en infraestructura digital, estas promesas se convertirán en frustraciones. Una plataforma electrónica no garantiza transparencia si quienes la manejan no tienen el conocimiento, la ética o la voluntad de usarla correctamente.
Otro reto ineludible es la cultura institucional. De poco sirve contar con una ley robusta si las instituciones continúan viendo las compras públicas como un trámite burocrático y no como una herramienta estratégica para generar valor público. Se necesita un cambio de mentalidad que vaya más allá del cumplimiento formal, y que asuma la contratación pública como una función central para el desarrollo económico y social.
La capacidad de fiscalización y sanción también pondrá a prueba la nueva normativa. La Ley 47-25 otorga mayores facultades a la Dirección General de Contrataciones Públicas, pero su eficacia dependerá de la independencia y el rigor con que estas sean ejercidas. Una potestad sancionadora sin criterios claros puede degenerar en arbitrariedad; una potestad que nunca se aplica, en impunidad. El equilibrio será clave.
No podemos olvidar, además, que la ley introduce principios renovados —que pasan de nueve a veintiuno—, entre los cuales figuran la sostenibilidad, la equidad de género y la eficiencia económica. Estos principios tienen un gran potencial para guiar la acción estatal, pero si no se aterrizan en políticas públicas, indicadores y prácticas verificables, quedarán en el terreno de lo declarativo.
En definitiva, la Ley 47-25 representa una oportunidad histórica para transformar las compras públicas en un instrumento de desarrollo. Pero su éxito dependerá de tres factores decisivos: reglamentos de aplicación claros y realistas, instituciones capacitadas y comprometidas con el cambio, y una ciudadanía vigilante que exija su cumplimiento.
Las leyes no cambian realidades por decreto; son las personas y las instituciones quienes les dan vida. Por eso, más allá de celebrar su promulgación, corresponde ahora asumir el reto de su implementación con seriedad y responsabilidad. Solo entonces podremos decir que la Ley 47-25 no fue una reforma más en el papel, sino un paso firme hacia un sistema de contrataciones públicas más justo, transparente y eficiente.