El viejuco enamorado

El viejuco enamorado

Frente a varios amigos, el septuagenario divorciado describía con entusiasmo los encantos de la veinteañera que lo atraía poderosamente.

-Hasta ahora no había conocido una mujer con una sonrisa tan hermosa, tan casta, tan angelical. Cuando sonríe se le ilumina de tal manera el rostro que nadie la consideraría capaz de pronunciar una palabra descompuesta en tono airado, algo normal en la mujer criolla.

-¡El viejo ha perdido el juicio por una muchacha que podría ser la nietecita que lleva y luego va a buscar a la universidad!- dijo uno de los contertulios.

– Si llegaras a conocerla, comprobarías que no exagero. Creo que podría ganar un concurso mundial de perfección física. Todas las que han triunfado en el certamen de Miss Universo no se le pueden poner al lado. Su anatomía es perfecta, perfecta- repitió, con la mirada perdida en el vacío.

-La perfección es exclusiva del Dios todopoderoso- señaló el evangélico del grupo.

-Es que ella no nació de sus padres, sino del mismo creador del universo. Quisiera que la vieran para que aquellos de ustedes que no tengan una fe verdadera la encontraran de inmediato- replicó el anciano, con expresión bobalicona impresa en el rostro.

-¿Cuándo fue la última vez que visitaste un siquiatra?- preguntó el religioso, provocando carcajadas en el entorno.

-No estoy loco, sino que aprecio la belleza por mi fina sensibilidad, mi amor por la poesía, mi afición por la música de los grandes maestros.

Esas son las cosas que me llevan a idolatrar a ese angelito del Señor- respondió el enamorado con tono enfático, vecino del enojo-. Quien debe consultar un profesional de la conducta eres tú, porque el fanatismo religioso es una forma de demencia.

-¿Tienes alguna relación con ella, aunque sea solamente amistosa?- pregunté, intrigado por aquella rara fijación idolátrica.

-Sí, somos buenos amigos- respondió.

– Seguramente la invitarás a un restaurante a cenar, como paso previo para disfrutar de una amanecida en un motel- afirmó uno de los presentes.

– Mal pensado, no me interesa siquiera ponerle un dedo encima. Mi disfrute es mirarla, escuchar su bella voz, sentir que frente a ella un calor de gozo puro, casto, limpio, invade mi pecho. Eso es amar bellamente.

-¡No, amigo, eso es vejez!-manifestó otro de los participantes en la conversación, y todos reímos, incluyendo al añejado romanticazo.

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