El vino del fin del mundo

El vino del fin del mundo

MADRID, EFE. Si el propio origen del vino se pierde en la bruma de las leyendas, parece natural que sean muchos los vinos a los que podemos llamar “legendarios”, y no en sentido figurado, sino porque sus orígenes también están relacionados con la leyenda.

Más que los vinos, las uvas que les dan origen. Claro que hay datos históricos, más o menos contrastados; pero la historia se confunde con la leyenda, aunque no haya que remontarse a tiempos legendarios, sino a épocas históricas como la Edad Media.

Es el caso de uno de los mejores vinos blancos de la Cristiandad, que se llama como la uva de la que procede: Albariño. Y se elabora en Galicia, muy cerca del mar; es un vino netamente atlántico. Hay noticias de ese vino al menos desde el siglo XII, pero son noticias confusas. Se cuenta que, a comienzos de esa centuria, los monjes del Císter, guardianes del Camino de Santiago, plantaron frente al océano las cepas que habían traído de su monasterio de Citeaux.

Las uvas se sintieron a gusto en los valles de las Rías Baixas, y prosperaron, se adaptaron al suelo, al clima suave y lluvioso. Y de ahí arranca la leyenda de estos vinos. Unos vinos, digámoslo ya, extraordinarios.

Se les ha llamado “vinos del mar” y, también, “vinos del fin del mundo”, ya que por aquellos tiempos, y para un europeo, el mundo se acababa en el Finisterre gallego, desde cuyo impresionante promontorio se podía ver cómo un sol enrojecido se hundía en las aguas de aquel mar del que nadie parecía saber cuáles eran sus límites occidentales.

Son unos vinos de color amarillo pálido, con reflejos que van del verdoso al dorado. En la nariz mandan los aromas frutales, sobre todo las uvas maduras y las manzanas verdes; hay también recuerdos florales, incluso herbáceos… En boca son frescos, elegantes, muy equilibrados, con un final que acentúa las sensaciones frutales.

Perfectos, claro está, para acompañar a los habitantes del cercano Atlántico. Galicia, es sabido, es país de excelentísimos mariscos, que tienen su mejor escolta líquida en estos vinos que se acogen a la Denominación de Origen “Rías Baixas”. Ostras, almejas, camarones, centollas, langostas… se sienten muy bien con un Albariño.

También los más nobles pescados blancos, como el rodaballo, el lenguado o la lubina. Por supuesto, no faltan recetas para ellos en las que el Albariño es ingrediente importante. Por ejemplo, ésta: quiten cabeza, escamas, interioridades y espinas a una lubina de alrededor de tres libras de peso. Hagan filetes y sálenlos.

Pongan en una cazuela la cabeza y la espina central del pescado, junto con una cebolla, un puerro, una zanahoria -todo ello troceado- y una hojita de laurel. Rieguen con una copa de Albariño, llévenlo al fuego y dejen que el vino se reduzca un poco. Cubran con un cuarto de litro de agua y llévenlo a la ebullición.

Aprovechen esa ebullición para cocer al vapor, unos seis minutos, los lomos de lubina. Una vez cocidos, resérvenlos. Cuelen la salsa y añádanle, batiendo bien, dos yemas de huevo; vuelvan a ponerla al fuego, para que ligue. Añadan cuatro cucharadas de nata, sigan trabajando la salsa y aromatícenla con un aire de pimienta blanca.

Coloquen los lomos de lubina en una fuente; cúbranlos con la salsa y llévenlos al gratinador, lo justo para que se doren un poco. De ahí, a la mesa, con una guarnición de papas al vapor. En las copas, desde luego, un Albariño. Y brinden por los gallegos… y por los cistercienses.

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