El violín de Baltasar y la fuerza del espíritu

El violín de Baltasar y la fuerza del espíritu

Resbalaban entre confusiones los últimos años de la década de 1950, cuando llegó a la imprenta paterna el investigador folklórico –y folklórico personaje– Papito Rivera, exuberante, decidor, bromista y entusiasta admirador de tradiciones. Traía un envoltorio de papel del periódico “El Caribe”, estrujado y manchado de lodo y lo cargaba como si contuviese una joya de insospechable valor. Él, que se ufanaba entre carcajadas de que era el único cibaeño que tenía autorización oficial de papá para hablar “cibaeñamente”, destapó su envoltorio y dijo: “¡Ete e ei violín de Baitasai Rodríguez, ei mimo de aquel famoso dicho que sonaba de boca en boca hace mucho y que decía: ‘En la fieta e Sabaneta/ Baitasai tocó ei violín/ y lo tocó tan bonito que se parecía un moquito/ poique sonaba fuín, fuín”.

Papito lo había localizado en uno de esos parajes remotos que parecen olvidados de Dios. El mástil del instrumento servía para calzar el horcón central del bohío y las demás partes estaban esparcidas descuidadamente en aquella única y enlodada habitación.

Entendía que se trataba de un violín de gran valor. Lo presentó en el diario “El Caribe”, que realizó un gran despliegue con fotos de las enlodadas piezas de madera. Ya estaban aquí aquellos excelentes músicos italianos que contrató Petán Trujillo para su “Palacio Radiotelevisor La Voz Dominicana”. Se les consultó sobre el violín de Baltasar. Las respuestas fueron descorazonadoras. Se trataba de un instrumento inexplicablemente construido con la madera de algún viejo armario.

Papito no se dejó amilanar y se apareció donde papá con sus humillados pedazos de violín.

¡Arréglalo, carajo, que tú puedes!

Aquel violín no era ninguna joya de lutería, pero tenía una extraña personalidad sonora. Con él toqué yo mi primera presentación como solista con la Sinfónica Nacional con obras de Bach y de Max Bruch. También el Concierto de Beethoven en la inauguración del amado Palacio de Bellas Artes.

Con él fui a Alemania, donde tuve una inolvidable experiencia espiritual. Entre mis presentaciones como solista con la Sinfónica de Hannover, toqué el Segundo Concierto de Wieniawski. El director Helmuth Thielfelder me había acompañado en Santo Domingo en esta obra, cuya interpretación obtuvo largos y calurosos aplausos. Hizo un aparte conmigo para advertirme que el público de allí no era tan efusivo como el de mi país, y que no debía sentirme mal si la respuesta era menos calurosa.

Pasado el primer movimiento, con su romanticismo fuerte, llegó la dulzura ensoñadora del segundo movimiento. Yo tocaba con los ojos cerrados y realmente me envolví en la magia que salía de mi instrumento. Casi al finalizarlo, abrí los ojos y quedé perplejo al contemplar que la sala estaba como dentro de un halo de éxtasis, arrobada.

Perdí el sentido de mí mismo, inundado de una poderosa sensación de humildad ante el misterio del arte. Se me llenaron los ojos de lágrimas y apenas pude escuchar el ataque orquestal al vertiginoso movimiento final (que dice: attaca). Empecé a tocar automáticamente. Thielfelder, viejo lobo, me hizo seña para que me le acercara y así, tocando yo a toda velocidad, me fue señalando con la punta de la batuta, por donde yo iba, hasta que recobré el dominio de mí mismo.

Sólo un crítico del Hannoversche Presse se refirió a la extraña y presurosa cercanía física que, por segundos, tuve con el director.

 

 

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