El violín de la adúltera
(fragmento)

El violín de la adúltera <BR>(fragmento)

 Esta obra será puesta en circulación el 1 de agosto en el auditorio Manuel del Cabral, Biblioteca Pedro Mir de la Universidad Autónoma de Santo Domingo
POR ANDRÉS L. MATEO
Junio 27

Una bandada de ciguas entró y salió del espejo, mientras leía el primer anónimo en el que me comunicaban que mi mujer me estaba pegando los cuernos.

 Hasta ese día se podría decir que era dueño de una dicha sin nubes, que comenzó a mustiarse en la soledad de los labios repitiendo palabra a palabra las acusaciones fulminantes escritas en un delicado papel azul.

Leí en silencio. No tenía firma. Quien lo escribió demostraba urbanidad y hasta pena por lo que me comunicaba. Trazos elegantes que enjirafaban las letras subiéndolas hasta el cielo, pero al final, sin firma. Un ordinario anónimo.

En la confusión de mis ojos, leí de nuevo el nombre del destinatario. No había dudas, las finas letras enjirafadas decían mi nombre: licenciado Néstor Luciano Morera.

Vi cuando las bandadas de ciguas desfilaban al olvido, perdiéndose en la superficie del espejo, una detrás de la otra, calladitas. Pero los sonidos de cada palabra del anónimo eran como si me hubieran regalado una orquesta, sonando dentro de mí, cada instrumento cercándome con el quebranto de la duda, y la melodía toda convirtiéndose en la centinela de mi insomnio.

Sin mengua de mi hombría, me situé temblando bajo la luz de la infamia. El calor me caía de arriba, de un cielo limpio, de un aire cristalino, de un atardecer inocente. Llegó el olor que se advierte en el trópico cuando en la lejanía amenaza llover, y pensé que ese olor no se armonizaba con el cielo tan limpio. Fue entonces que lloré. Sí, como un pendejo, con piernas temblorosas y un desastre en la mente, el lagrimón veloz rodó caliente por mi mejilla izquierda. Llorar no es la hoguera final del sufrimiento, pero a uno no lo han educado para gemir las penas. Desde niño te reprimen el llanto, te atajan la congoja, te acomodan la conciencia para que aguantes como un hombre –coño– los ramalazos inesperados de la vida. Con esa costra a cuesta, harto de andanzas y sorpresas, uno llega a creer que únicamente lloran los pendejos. Y sí, lloran los pendejos.

Lloré. Esa única lágrima corriendo caliente por mi mejilla izquierda, que hice desaparecer rápidamente, entre aturdido y avergonzado, era como el presentimiento de que algo se agazapaba en la mortificación que comenzaba a tomarme. La sensación de que la vida enjuagaba en esa lágrima el trapo sucio de todos mis pecados. No podía estar en paz, con mi papel azul en la mano, creyéndome mirado, observado, como si fuera transparente, queriendo escapar en un rabo de nube que cruzaba veloz, figurándome que todos se reían, presintiendo en cualquier mirada de mis compañeros de oficina el vuelo de una ironía macabra. Sentí que era una barca navegando en el mar del rencor. Y odié las letras enjirafadas que describían la culpa, las flores rojas en la cabellera de la mujer que limpia la oficina, el portalón de aquella tarde de febrero bajo el que la recordaba empapada por la lluvia. Odié. Si lloré por pendejo, odié por equivocación, por la corazonada de que un férreo desdén desconocido, contra el que mi amor nada podía, estaba hundiéndome sin remedio en la desdicha.

Odié. Sin destinatario. Abriendo y cerrando las aletas de la nariz como si me molestara el olor rancio de una cerveza, lleno el corazón de ruinas, el rostro cavado por la contrariedad, sin ninguna imagen precisa en la que pudiera encarnar el rencor. Le inventé una cara a la mujer o el hombre que cinceló        el anónimo con esas letras tan finas. Muchos rostros difusos, caras posibles, conocidas y desconocidas desfilaban por mi imaginación. Mi odio no tenía sentido, me tornaba a ser el niño desvalido que no tiene asidero en su desamparo, revolviendo la tristeza que provenía de las letras enjirafadas del papel azul que todavía tenía entre mis manos.

¿Entonces son suficientes unas líneas cínicas, redactadas con una falsa compasión, en la que se te comunica que tu mujer te es infiel, para que el mundo se te venga encima, para que veas venir la niebla y todo se derrumbe?, pensé.

La carta había venido en un elegante sobre, también azul, con una leve fragancia indescifrable. Me la entregó Elso, el mensajero de la oficina, maricón de carroza cuya feminidad nos es ya natural y tolerada. Tan pronto la leí, asustado, miré hacia él. Estaba en su lugar, un escritorio pequeño junto a la puerta de entrada, entretenido con unos papeles. Primero pensé en preguntarle quién se la había entregado, pero abandoné la idea. Fugazmente pensé que los anónimos compaginan con la personalidad de los maricones, y quise acusarlo. Luego volví a pensar que era imposible. Elso no se involucraría en un chisme de esa magnitud, entregándome él mismo el anónimo. Además, creo que me tiene afecto.

Elso es tuerto. Perdió un ojo en un pleito de barrio, en las alturas de la ciudad, donde vive. Aunque se le puede calificar de manso, desovilla un valor en medio de las dificultades que muchos hombres de pelo en pecho quisieran tener. Fue en medio de una trifulca que su amante de turno quedó atrapado en un barcito de mala muerte de Villa Francisca, llamado La Nevera. Lo cogieron en el callejón tratando de escaparse sin pagar, y lo estaban golpeando. A Elso le fueron a avisar, corrió dos cuadras con un ronquido que le salía de la boca, y entró al callejón repartiendo trompadas, ahogándose sin encontrar resuello, quemándose en el hervidero de una hombría que lo transformó en un león, zumbando los golpes en medio del rebujo. Casi lo tenía fuera de la trampa, cuando una botella le dio en plena cara y le hizo perder toda idea de sí mismo. A él no le preocupó cómo fueron amontonándose las horas, los días, las semanas. El tiempo era un suceder enrevesado. Al despertar tenía una venda en el ojo derecho. Primero le dijeron que era por una herida, y que después todo se arreglaría, pero sin darse cuenta le comenzó a clarear el sentido, a notar un vacío en lo que antes era el globo del ojo, a familiarizarse con las negras figuras del desastre. Antes de que se lo dijeran los médicos del hospital, Elso sabía que era tuerto.

De los hombres de la oficina solo yo fui a verlo al hospital. Esta ciudad es pequeña y un maricón que lo admite, que vive como tal, es un trueno demasiado fuerte como  para que le permitan morar en el limbo de la indiferencia. Los hombres se cuidaban, Elso es simpático y obediente en su trabajo, y si no fuera por el qué dirán los muchachos lo hubieran ido a ver al hospital, hasta esperando disfrutar de alguna ocurrencia divertida, puesto que Elso es capaz de burlarse de su propia desgracia. Aunque eso no fue lo que hallé, cuando entré en la sala común del hospital, y él me reconoció. De la garganta le salió como un silbatazo ronco y triste, su voz amanerada aleteando de desesperación ante la cruda realidad:

—¡Ay, licenciado –me gritó desde lejos–, ahora sí que no soy nada en la vida, negro, pobre, maricón y tuerto! ¿Usted se imagina que un ser así sirva para algo?

Había ido porque tenía que preparar un informe para el departamento de personal. Ignoro si Elso lo sabía, pero sus exclamaciones me desarmaron. Claro, no le dije nada. Escuché compadecido el remate de la desdicha: el muchacho por el que había peleado lo dejó, ni siquiera lo había visitado en el hospital, en ese estado de convalecencia, frente al duro destino que le esperaba, ante un mundo que tendría que ser distinto puesto que no es lo mismo mirar la vida con un solo ojo, lo que más le dolía era ese abandono. Mirando a su alrededor con el único ojo que le quedaba, me lo susurró como si se estuviera confesando y yo fuera su confesor.

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