El XXIII Concurso de Arte Eduardo León Jimenes

El XXIII Concurso de Arte Eduardo León Jimenes

Certamen esperado. En el Centro León están en exhibición las obras del concurso bienal 2010, ocho en el magnífico salón dedicado a las exposiciones temporales, y dos en el vestíbulo por sus características especiales

Marianne de Tolentino

(I)

Fue en su vigésima edición y el 2004 cuando el certamen nacional más esperado hoy en el campo de las artes visuales se celebró por primera vez en el Centro León -cuya construcción por cierto fue planeada primordialmente para hospedar la colección de las obras premiadas-.

Al igual que en cada Concurso Eduardo León Jimenes, desde el 1964, la óptima organización había empezado por una convocatoria pública, dejando a los artistas doce meses para concebir, ejecutar y finalmente entregar. Las bases, en constante revisión para su actualización y mejoría, acogieron a todas las expresiones visuales, para la selección y la premiación sin distinción de categorías, a cargo respectivamente de un jurado de admisión y otro de premiación, con jueces nacionales y extranjeros.

El resultado, a pesar de un reglamento innovador, se consideró decepcionante. ¡La selección, que eliminó a artistas importantes, llegó a provocar desconcierto hasta en el jurado de premiación, que no atribuyó el galardón mayor!

Instalado en “su casa”, el concurso, como era de esperar, perpetuó la excelencia organizativa, una de sus normas definitorias. En el 2006, volvió al sistema de premiación por categoría, atribuyó el Gran Premio, y, si hubo el normal descontento de los rechazados y eliminaciones drásticas, esa edición marcó una pausa en las reacciones adversas. Ahora bien, en el 2008, que conservó las bases anteriores, la selección y más aún la premiación ahondaron los disgustos hasta la indignación: unos estuvieron plenamente justificados, otros simplemente frutos del oscurantismo y el malentendido.

En esas circunstancias, para una institución de tanto nivel y exigencia, de tanta lógica y respeto por los demás,  aunque los reparos concernían más a decisiones de jurados que a asuntos de fondo, una reflexión, que culminaría en reformar algunos capítulos del concurso, era aconsejable.

 Sí, ¡podríamos hablar hasta de crisis en cierne!, y ésta se resolvió positivamente, mediante una transformación radical de las bases. Ya no se trataba de enmiendas parciales ni de respuestas a las objeciones, sino de una “revolución” en el sistema y los mecanismos de los concursos E. León Jimenes, y, llegando más lejos, en la historia de los concursos bienales de República Dominicana en general…

El XXIII Concurso. Recientemente, al concluir un artículo, nos referíamos a esta edición como “audaz” y “experimental”… Era antes de haber visto las obras, pero, aun después, mantenemos ambos calificativos. ¿Por qué audaz? Los cambios introducidos ciertamente dieron al concurso un rumbo nuevo, desconocido en el país. Pero sin reiterar lo que se publicó ampliamente, la audacia consistió también en solicitar a los participantes una documentación muy exhaustiva y pronunciamientos conceptuales muy elaborados. Y, sobre todo, ya no solamente se sometían obras hechas –una opción–, sino proyectos a ejecutar, ya esmerados en su presentación y estudio preliminar. Fue esta segunda alternativa, que más retuvo la atención.

Cuando los candidatos a bienales suelen rechinar ante formularios y datos esenciales, puede sorprender que ellos hayan demostrado tanto interés y capacidad en constituir un legajo complejo, ¡jamás requerido antes! Pues 131 “dossiers”, una cantidad asombrosa, fueron remitidos: creemos que esa dedicación en sí amerita elogios, y que, así motivado –incluyendo a las condiciones materiales–, el artista acepte realizar una verdadera labor preparatoria y actuar como intelectual.

Prácticamente era una apuesta, ya que solamente se acogió una decena de expedientes, máximo número admisible según las bases. Tal vez, esa restricción de los elegidos se debió a previsiones menos optimistas  respecto a la participación.

Zoom

Gran innovación

Ahora bien, la gran innovación y componente experimental consistió en que el jurado –único para las dos fases del concurso– iba a acompañar el proceso de la ejecución –en el caso de proyectos– hasta la entrega. Ya el artista no estaba solo, en la intimidad del taller y el diálogo consigo mismo, ya no cabía una evolución espontánea y emocional, sino una obra  tutorada por un especialista. A pesar de las intenciones, destinadas a fortalecer las propuestas y evitar las derivas, el brote y la espontaneidad de la creación no dejaban de ponerse en cuestión, a menos que el artista tuviese una actitud de resistencia… lo cual incidiría también en el resultado. Pero cada participante estaba en principio totalmente consciente de ese requisito, en teoría discutible, en la práctica tal vez menos grave, aunque pudiese explicar la sensación de frialdad que deja el conjunto presentado, pese al talento museográfico de Pedro José Vega. Una reflexión estética se plantea.

Insistimos en el aspecto experimental, pues se ignora si la versión actual del Concurso E. León Jimenes va a perdurar, siendo una de sus virtudes cambios y enmiendas para un futuro más acorde con las necesidades del arte dominicano, su avance, su aprovechamiento colectivo. Cabe preguntarse si triunfaron formulaciones artísticas nuevas, si se descubrieron valores y vocaciones creativas, y sobre todo si, en consonancia con las premisas de una confrontación nacional, hay aquí una verdadera representatividad de la creación contemporánea dominicana.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas