Eres como un ser mitológico, pues la madre que te engendró tiene siete cabezas. Baja con canto de hortaliza y mugido de ganado.
En tus orígenes, tu apariencia es cristalina, pero al distanciarte, te hace metálico, rojizo y negro.
Besa la miseria de la ciudad y tocas los ranchos podridos y escuchas a los niños que, desnudos, hambrientos y enfermos, deambulan con el vientre abultado y la mirada vidriosa.
Asaltados por la desesperación, algunos padres se han sepultado en ti.
Por las noches, cuando camina silencioso y sereno, siente el zumbido de alimañas y el vaho de la angustia.
Poco a poco te matan.
Tu vientre tiene cobre, plomo, hierro herrumbroso y sustancias pestilentes.
Ya es poco lo que queda de tu otrora lozanía.
Pero nadie atiende tu mal.
Cada día es mayor la pócima de tu destrucción.
Tus aguas guardan ecos de canoas, de cayucos, de piraguas, de lavanderas, de pescadores soñadores, de cacicas mojadas y de cantos alegres.
Me mira y te miro agonizante, triste y lúgubre.
Te vas pero se queda el aire fétido.
En la orillas, de barro y arcilla, agonizan tus hijos quemados por el látigo de la indiferencia.
Desde la cabeza hasta los pies tu cuerpo tiene lepra de musgos y enredaderas de tumba.
El Caribe es medicina a tus aguas, pero no tiene aliento para llegar.
Se agotaron tu vigor y tus fuerzas.
Ya eres un viejo acabado, lánguido y a punto de desaparecer.
Muchos te explotan, pero te abandonan a la suerte.
¿Quién cambiará tu destino fatal?