Elegía de fin de año

Elegía de fin de año

Casi siempre silente, inesperada, pero inevitable  llega. Durante  la infancia, simplemente, no existe. Se ignora. En la mocedad,  comenzamos a cuestionarla. La vida nos pertenece. ¡Nosotros somos la vida! Y así van pasando los años  “que todo en la vida pasa” y empezamos a   acumular recuerdos   que formarán parte vital de nuestras vidas.

Quedan  atrás los años mozos. Tocan a la puerta  deberes y obligaciones impostergables: el primer trabajo, el hogar recién formado, la búsqueda de metas ambiciosas que  postergan al resto de  la familia, y un buen día, la cigüeña nos trae en su pico estos pequeñuelos que apenas gesticulan y balbucean palabras ininteligibles. Amorosos retoños  que, de repente,  se hacen ¡adultos! Y piensan en casarse y se casan; y se nos van sin irse del todo,  y nos regalan   nietos, la continuidad de la vida. Con su inefable candor, sin la crueldad del espejo, nos advierten que nos estamos poniendo viejos; que ya no podemos saltar la verja. Son más frecuentes las consultas médicas  y las visitas a aquellos  lugares de tristeza donde la Parca avisa o no disimula su presencia. Cada vez, con mayor consciencia, sabemos que empuja  para  que ocupemos  la primeras fila,  la vanguardia de su línea de fuego.

El tiempo  luce apurado. Las semanas y los meses se acortan. Llega   diciembre apenas pasada la primavera y el nuevo año  se  aproxima y se agota al mismo tiempo. Cada cumpleaños es un reto,  un desafío. Las hojas del calendario son puro otoño. Vamos enterrando la ilusión de antaño: los fuegos artificiales, el día de los Reyes Magos. La llegada del año es apenas un inventario de cosas idas, de doce campanadas. Trotando, envueltos en velos de  nostalgia acuden los recuerdos. Los que nunca se fueron. Cada vez  mas prisioneros del ayer. Atados  al pasado, vivimos  añorando, haciendo comparaciones inútiles, sin sentido, porque la vida es cambio inexorable. Pero, “todo tiempo pasado fue mejor” y  aquel hermoso  poema que nos legara un atardecer de lluvia  Benedetti,  sellado por  una fatalidad que  reconforta: “Todo verdor perecerá/ dijo la voz de la escritura/como siempre, implacable./ Pero también es cierto/ que todo verdor nuevo no podría existir/ si no hubiera cumplido su ciclo/ el verdor perecido.”

Desgastado, paso a paso, el cuerpo nos abandona. Los fallos en la memoria son recurrentes. El espíritu se rebela, nos engaña: podemos saltar la verja, subir de dos en dos la escalera, pero no es así. La realidad es otra, y, convencidos, comenzamos a vivir nuestra edad, con algunas escapadas. “Plátano maduro, no vuelve a verde”, nos recuerda el chusco que no sabe de nostalgias. En silencio, sin  comentario, vamos aceptando la única verdad absoluta que conocemos,  renuentes a iniciar  la travesía del  viaje infinito. 

Aquellos  que se despidieron antes  no tuvieron la dicha de compartir recuerdos. Partieron de repente tras  el llamado de un destino insospechable. Como llegan los héroes. Familiares y amigos al dejarnos, eternizaron su memoria, impregnada de recuerdos imperecederos. Los compañeros de aulas, de juegos, de aventuras, se tornan  en canciones que enternecen,  que llegan al alma: “cuando un amigo se va, queda un espacio vacío, que no lo puede llenar la llegado de otro amigo…”.

Cada primer sábado de diciembre,  nos congregamos en el Club Deportivo Naco los que quedamos por testarudos. Los sobrevivientes. Los que  avivamos el recuerdo y podemos aún contar historias. Llamarnos por el apodo, recordar el viejo y querido barrio. El inolvidable  San Carlos. El San Carlos del ayer.

El San Carlos de siempre. El de los amores que no mueren. El San Carlos que vive en el hondón de los recuerdos, plagado de nostalgias, sin hacerle caso al progreso que “tiene un diente que nos despedaza  el alma.”  Destruido y reemplazado,  San Carlos no olvida su historia,  sus raíces inocultables, sus proezas y tradiciones, toda una cultura de valores  que afloran y reverdecen y, cual  planta trepadora, se enreda en el corazón del sancarleño y florece nutrida  de esa  sabiduría bienhechora que brota de las  entrañas de un pasado  que  se empecina en no morir, y casi mustio, en su agónica lucha, viene a ser como aquella gota de rocío que ansia besar la flor que le espera… 

Cada primer sábado de diciembre nos reunimos para recordar aquellos tiempos que dejaron hermosas huellas de juventud, aquella edad risueña,  donde al decir del amado poeta “la vida del muchacho era otra”, maroteando mangos y mangas, con sartas de cajuiles en las manos y  de  rolones y rolitas ensartadas. Volando chichiguas, reguilando  trompos,  canjeando postalitas o  llenando los bolsillos de bolas de cristal multicolores de uso  cotidiano. Correteando por techos y patios ajenos,  en esa febril aventura de eternizar las cosas, de seguir tejiendo juventudes, trenzando lazos de acero de una amistad temprana, un haz irrompible de sentimientos, de lealtades, de inocencia: una fortaleza inexpugnable. Entre brindis, discusiones, chanzas y bromas.

Vamos calichando  rumbo al LPT,   estrenando nuevas sonrisas y   traemos a rastra   los  compañeros de siempre, dispuestos  a  recomponer el ayer. Antes de que el grupo se emborrache o se disperse y todo se vuelva un caos, pasamos revista.  ¿Quiénes faltan, a quienes no le avisaron? Desde el podio improvisado, con voz entrecortada, van saliendo tras la invocación los  que seguramente moran otro  mundo, más pleno, más justo, más hermoso.

Como si el tiempo se  detuviera en ese momento mágico,  aparecen ellos con su bagaje de recuerdos y la  picardía atesorada en  fotos añejas.  No  contamos nuestros muertos. No porque traiga mala suerte o sean ya muchos, que sí lo son. Es que cada uno de ellos compone un universo de cosas irrepetibles que la fantasía atrapa y multiplica con encantadora exageración. Cada uno de ellos es uno y lo es todo, y viven, continúan viviendo entre nosotros.  Pesan demasiado para ser contabilizados y creer que  son solo un  número o un  pedazo del  alma isleña.  Dicen presente y se unen al coro de los  que quedamos en un cortejo de alegría y llanto,  “los dos materiales que forjan mi canto.”

Las lágrimas asoman, pero no las dejamos salir. No son muertos que se lloran. Hombres y mujeres ilustres o sencillos, que  dejaron huellas inmarcesibles en el corazón de San Carlos, nuestra segunda  Patria. Son gotas luminosas de un mar inagotable  que  ansían  darnos la bienvenida para juntos  retornar  a las viejas  aulas, a revivir  juegos y hazañas,   fiestas y  aventuras. Contertulios del   Parquecito Abreu,  punto obligado  para quedarnos bajo sus laureles  o iniciar el recorrido por sus entornos:  al colmado de Mañiñí, la barbería de Bibí,  al cine Paramount,  con Mañicola a cuesta; al patio de la Chile,   el frío- frío de  Ernesto, disfrutar las  retretas  del benemérito cuerpo de bomberos, las serenatas nocturnas y las alboradas y  sus arepitas de burén y  tacitas de jengibre, el día de la Candelaria    desde la Parroquia San Carlos Borromeo, del venerable Padre Miguel, Fray Mateo Rodríguez y Salamanca, alma pura que descansa en paz en su parroquia.

La hora de partir ha sonado. Los brindis terminan y el deber familiar nos llama. Quedamos todos convocados para renovar nuestro compromiso el  primer sábado de diciembre del próximo año, el mismo lugar, con la angustia inevitable de  posibles viajeros  a ese ignoto lugar destinado al reencuentro y  darnos allá el beso  que aún espera la flor  de la gota de rocío.

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