Ellas merecen una pensión

Ellas merecen una pensión

SONIA VARGAS
La pensión, ese triunfo de los estados de derecho, todo el mundo lo sabe: en estos trópicos abundan los profesores que esperan inútilmente que algún día les llegue una pensión.

Miles de hombres y mujeres saben que nunca tendrán un sistema de protección para sus días otoñales.

La pensión, ese triunfo de los estados de derecho, es en República Dominicana, una rareza en campos y ciudades, y los que la tienen con estas apenas alcanzan para comer los 30 días del mes. Y claro, hay pensiones de pensiones. Que un” padre de la patria” se jubile con un monto 30 veces más alto que una empleada doméstica es una aberración de un sistema que premia a los fuertes y castiga con dureza a los débiles. Las hormigas reciben las migajas y las cigarras cantan la bella vida. Siempre me he preguntado qué piensa uno de estos ex diputados cuando en la noche ponen la cabeza e su almohada, y qué le dirá su conciencia de sus absurdas pretensiones, de pensionarse de una manera tan burda. Con ese primer cheque, una familia de estrato 2 viviría casi un año.

Sin embargo, y en medio del drama cotidiano que hace que cientos de miles de ancianos y ancianas no tengan un sistema de protección, siempre me han impactado los casos de personas que le dieron dignidad al país. Y entre ellos, el caso de mi profesora de infancia la que enseñó y alfabetizó miles y miles de niños y niñas, entre ellos yo, la profe.

Catalina como solíamos llamarle, la que se empeñaba cada día por nuestra educación, quien no se limitó sólo a servirnos de maestra, sino a convertirse entre nosotros en una segunda madre, creo que todos los niños y niñas de mi generación, del ensanche La Paz, pasamos por donde la profe Calatina. Era una profesora completa, una mujer entregada a la educación por vocación, por amor y pasión a su trabajo, y con un gran sentido de autoridad y respeto en el sector. Su gran interés y empeño era que cuando saliéramos de su escuela mostrar con orgullo que ella nos alfabetizó, quien al final de sus días no contó con el mínimo reconocimiento, y desde su espacio que cada día que pasaba se reducía más, debido a su precaria situación económica, y murió en ese diminuto espacio, cuidada por sus hijos y por los tantos que pasamos por sus vidas en su trayectoria de educadora. Hoy profe después de tu partida, recuerdo más claro la diferencia entre la V de vanidad y la B de burro. A Duba, otra digna mujer del barrio que educó sus cuatro hijos trabajando de sol a sol, tenía como única profesión sus dos manos y el gran deseo de darles a ellos la educación que ella no pudo tener y la profesión que no pudo hacer. Hoy dos de ellas dignas mujeres, una gran médica, la doctora Luisa García; la otra miembro del Ministerio Público, y las dos desempeñándose en sus profesiones con una dignidad incuestionable, pero menos no podían ser con el solo hecho de ser hijas de esa señora que las educó, ejemplo de solidaridad, y amistad en el barrio. Aún recuerdo dentro de estas mujeres de mi barrio a Elmeira, quien se pasó la vida planchando para educar a su hijo, un hoy gran ingeniero y hombre de éxito; a Doña Mamita, otra mujer ejemplar, a quien vi desde niña pasando por el frente de mi casa a esperar el transporte que la pasaba a buscar para llegar a su trabajo, y madre del más recordado de mis amigos de infancia: Reinaldo Montero, en cuya casa nos reuníamos a escondidas para leer Vanguardia del Pueblo. Hoy también es un hombre de éxito en todos los aspectos de su vida, y un próspero empresario radicado en Boston hace más de 15 años. Y por qué no, a mi madre Rayita Vargas, el ejemplo de trabajo y dignidad en el barrio.

 Y entre todas estas mujeres podría mencionar muchísimas más. Esas dignas mujeres se pasaron la vida trabajando, y hoy esperan únicamente cosechar lo que sembraron en sus familias. Junto a este grupo encontramos aquellas mujeres públicas que aportaron a República Dominicana en las artes, saberes, investigaciones, vidas enteras de labores; en los deportes, mujeres que incansablemente se dedicaron a construir un país y hoy tienen que vivir de aprietos, de caridad, de angustias, y a menudo de tragedias. En esas listas interminables encontramos a los miles de profesionales independientes que, por los azares de la vida, no cotizaron, no pueden cotizar, bien sea porque pensaron que los buenos tiempos siempre estarían acompañándolos o porque sus ingresos no les permitían sino vivir el día a día.

Por ejemplo, yo pensionaría con honor a aquellas que por pertenecer a una generación no encontraron incentivos para cotizar.

Podría citar muchos. El siglo XX no hubiera debido dejar ese bache vergonzoso para toda una generación que trabajó duro y que recibe por única recompensa un final de vida azarosa, cuando la jubilación debería ser sinónimo de un descanso activo, de dignidad, de serenidad y de dedicación, por fin, a lo que más se desea y aspira. Mientras estos padres de la patria pretenden una lujosa pensión, a esta hora hay personas que no saben cómo abordar el día a día, sin entender porqué después de tantos caminos recorridos hoy están por el suelo.

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