En mis años de soltería juvenil bohemia era un asiduo cliente del restaurante Roxy, ubicado en la calle El Conde esquina Santomé.
Cuando contraje matrimonio con Yvelisse, y apenas finalizada la luna de miel, la invité al sitio de diversión donde había vivido momentos inolvidables, al conjuro de petacazos romiles, y boleros y merengues surgidos de la vellonera.
Apenas nos habíamos posado en una mesa, cuando hicieron lo mismo sin pedir permiso, dos conocidos picoteadores de la entonces importante vía comercial capitaleña.
-Doña Yvelisse- dijo uno de ellos- se nota que usted es una mujer de muchos encantos y habilidades, para conseguir que Mario Emilio abandonara una vida de soltero gozosa, sin responsabilidades ni obligaciones.
-No fue asunto de encantos ni de habilidades, sino que el hombre, con treinta y cinco años de edad, estaba cansado de parrandas y borracheras- replicó mi recién estrenada superior conyugal.
-Por cierto que era muy buena la vida que llevaba este turpén- afirmó el otro picoteador, aplicándome un leve manoplazo afectuoso en la espalda.
No creo que deba señalar que los auto invitados personajes le entraron con avidez de quien no va a pagar, a las botellas de cerveza que pedí al único camarero del pequeño restaurante.
-Usted tiene la suerte de haberse casado con un hombre que viene de regreso de una vida de tragos y vagabunderías mundanas, y que decidió, con buena visión, formar familia con una profesora universitaria respetable- manifestó uno de aquellos dos maestros en el oficio de conseguir dinero sin sudoración de origen laboral, mediante la coba oportuna.
-Los hombres que ponen a sufrir a sus mujeres, generalmente son aquellos que han sido tranquilones en sus días de solteros, y ya casados descubren lo bueno de mezclar bebidas alcohólicas con muchachonas de vida alegre-añadió el otro paracaídas, con la clásica sonrisa del vividor veterano.
Puse fin de manera casi brusca a la improvisada tertulia cervecera, pagando la cuenta, y me marché con Yvelisse hacia el apartamento donde residíamos.
Poco después, y mientras daba un paseíto por El Conde vi acercarse a los dos pedigüeños, y uno de ellos me abordó de inmediato.
-Antes de que te viéramos, hablábamos del error que cometimos al no poner de relieve tu condición de periodista honesto y talentoso cuando estuvimos en el Roxy- expresó, con rostro adaptado a las circunstancias.
Como era de esperar, el elogio le sacó unos pesos a mi cartera, al igual que en la pasada jornada cervecera.