En tiempos pretéritos, cuando la vida familiar era más sana y solidaria, sin la insensibilidad y el particularismo que nos impide actuar con sentido humano frente a los demás, al verlos con indiferencia y erróneamente como competencia, no como amigos, nuestros mayores decían con satisfacción porque lo habían vivido y practicado, que los vecinos eran los familiares más cercanos.
En efecto, en ese entonces los vecinos eran los primeros que acudían cuando alguien del barrio necesitaba auxilio ante alguna enfermedad o cualquier problema que requiriera asistencia y lo hacían de forma espontánea y sin necesidad de que se lo pidieran.
Elupina, la dedicada madre y ejemplar ama de casa fallecida a los 85 años en el barrio 16 de Agosto y sepultada en el cementerio de Cristo Rey, fue una digna representante de esa generación de vecinos que cuidaban y protegían a sus cercanos, una especie lamentablemente en extinción.
Hay mil excusas para encubrir esa grave falta de solidaridad y aunque se hacen señalamientos ciertos para justificarla por lo agitada que es la vida actual, en realidad la razón principal es la inexcusable insensibilidad. La vida cotidiana de Elupina se caracterizó siempre por una vocación de servicio que abarcaba por igual a sus parientes y a todos aquellos a los que ella se ganó con su gran corazón, cuyos latidos le permitían advertir cuándo alguien necesitaba aliento o asistencia.
¿Qué les podía ofrecer a ellos una mujer sencilla y sin grandes recursos y por qué atrajo tantos corazones y una inmensidad de cariño durante sus funerales?
La respuesta es clara y contundente: ella se daba a los demás de forma plena y desbordante, comenzando por un rostro sonriente y afable que inspiraba protección y confianza y un hogar donde todos los visitantes, frecuentes u ocasionales encontraban cobijo y se sentían como si fuera en su propia casa.
Como dice el pueblo, ella no sabía dónde poner a quienes la visitaban para que se sintieran bien acogidos y siempre hallaba algo para brindar con generosidad y nobleza de espíritu.
En su último vecindario, en su anterior morada de Cristo Rey y donde quiera que fuera, era muy querida y respetada por su comportamiento y forma de ser auténtica, sin poses estudiadas y una líder natural que también tenía carácter y que sabía cómo administrarlo.
Amorosa y débil con su familia, a la que en todo momento alentó y protegió, y a pesar de su temperamento apacible que llamaba a la serenidad, no le faltó en ocasiones el temple y la firmeza para llamar la atención por actuaciones apartadas de su buen ejemplo familiar.
De tiempo en tiempo se pasaba temporadas junto a hijas, nietos y otros parientes que viven en el exterior, pero siempre reclamaba volver a su casa, el escenario desde el cual podía ejercer con mayor plenitud la razón de ser de su existencia: servir sin exigir nada a cambio.
En sus días finales había pedido ser velada en su hogar, consciente de las falsedades y de las representaciones poco sentidas de aquellos que por mero cumplimiento, acuden a las funerarias a dar el pésame y a indagar detalles que solo conciernen a la intimidad de cada familia.
El barrio y el país han perdido una admirable guía familiar. Siempre estará presente en la infinidad de corazones que sintieron y sentirán por siempre el influjo y el ejemplo de una mujer noble y excepcional no sujeta al olvido.