Fue a finales del año 2013 que recibí la llamada de un pastor desde la ciudad de Boston, Estados Unidos, solicitándome percatarme de la suerte de un amigo suyo que estaba bajo arresto en la ciudad de Bonao.
Al encontrarlo, tendría casi un mes encerrado en el cuartel policial sin explicación clara para él y familiares en el extranjero.
Su ex esposa lo acusó de violación a la hija de ambos y un juez, por lo pronto, había dictado prisión preventiva.
Noté que el hombre era dueño de una propiedad valorada en más de 14 millones de pesos, donde reside la acusadora sin autorización judicial.
Al profundizar sobre el caso, percibí un ambiente medio extraño. Informé a la Embajada de Estados Unidos sobre la condición de su ciudadano norteamericano.
Dos oficiales forzaron a su traslado a una cárcel oficial.
Pero antes de terminar el juicio preliminar, jamás regresaron.
Este miércoles ocurrió lo sospechado: cinco años de condena.
Desprovista de orientación, la familia de este hombre en Estados Unidos ha visto a su ser querido convertido en un festín de abogados que lo estafaron, abusaron, burlaron y de fiscales y de jueces que lo han encerrado en una acusación que, por su inocuidad, requería de una investigación rigurosa, amplia y altamente profesional, para despejar las tantas dudas que pesan en su contra.
El legista certificó que no hay daño; pero la madre, quien había logrado la condena de otro hombre por lo mismo, tuvo éxito sólo con su actuación y palabras.
De la sociedad, el único testigo de todo el proceso fui yo.
Pero lejos de estar convencido, salgo asustado de una justicia que, en lugar de mostrarme rigor, temple, capacidad y solemnidad, lo que ofreció fue chabacanería y desconfianza.