Emergencia educativa

Emergencia educativa

Matías Bosch

La mujer es madre de una niña de 8 años. Ha logrado mantener su empleo durante el Estado de emergencia, y no tiene cómo ir con su pequeña al trabajo ni con quién dejarla. Se le hará imposible, a distancia, controlar que su hija, sola en casa, se mantenga tanto tiempo atenta a la clase virtual.

El hombre perdió su empleo hace seis meses y ha tenido que sobrevivir con el FASE. Ni él ni su esposa tienen los ingresos para cubrir la colegiatura y además pagar por dos dispositivos para que sus pequeños puedan estar en línea. Ni siquiera pueden cambiar el plan de internet para mejorar la señal en casa.

Como otras familias, tampoco comprenden los costos del colegio, pero más que eso no ven a nadie que se haya preocupado por el problema ni les haya ofrecido una alternativa para sobrellevar lo que la crisis generalizada agrava, aunque se esfuercen al máximo.

Una madre ha luchado para que su hija no caiga en la sobreexposición a las pantallas y ahora tendrá que ver su niña obligada a permanecer detrás de una, día tras día, por cinco horas casi continuas. Le asusta lo que esto cause a su salud visual, su estado físico y no entiende cómo será soportable.

Un papá se angustia porque la clase ocurre supuestamente en la computadora, pero en realidad se da en la sala de su hogar. Allí tiene que crear, junto a su esposa, las condiciones más humanas para su hijo, pero además tiene que ocuparse de todas aquellas tareas que de 8am a 1pm hacían normalmente las maestras.

Todas las actividades recaen al final sobre él, porque permanece en casa y porque la educadora no puede estar ahí para hacerlo. Él tiene el deseo, pero además de trabajar no se siente capaz de sustituirla en problemas de matemáticas o de ciencias naturales, cosas perdidas de su memoria y de su oficio cotidiano.  

Al pequeño que acaba de empezar la secundaria le llegó el segundo viernes de clases y ya tiene dolor de cabeza. Atender las clases desde que despertó, la postura física, la falta del recreo en el patio y de los amigos con que jugar, le pasan la cuenta a su organismo de 12 años y los padres se asustan de lo que vendrá. Saben que muchos adultos tampoco aguantarían el ritmo.

Lo que acaban de leer no son casos exactos, pero están basados en hechos y testimonios. Es la realidad de miles de familias, de niñas y niños cuyas “clases” virtuales han comenzado en colegios privados. Denuncian un problema serio y advierten sobre lo que puede pasar para otros millones de niñas, niños y jóvenes que lo harán a través del sistema público.

Llevar el aula a la casa es más delicado que montar una plataforma virtual. A los niños y niñas les ha tocado una experiencia que marcará su vida: encierro, aislamiento y soledad prolongados, la cotidianidad alterada dramáticamente, incluso la enfermedad y muerte de seres queridos. Todo esto en el seno de familias que padecen la crisis personal y la social, inclusive la pérdida de su negocio o su empleo, y con ello sus ingresos.

Esto es una emergencia y es imperativo revisar la puesta en marcha del año escolar en los colegios privados y en escuelas públicas, velando -con empatía, sabiduría y recogiendo la realidad de los hogares- por el aprendizaje, el bienestar y la salud de niñas, niños y jóvenes, no como dimensiones separadas, sino que unidas indisolublemente. Y considerar la necesidad de hacerlo para que las familias y los propios alumnos y alumnas se impliquen en ello sin sufrir aún más en el intento. 

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