Este es un cuento “corto y de asunto ficticio”, pero no “ingenuo” o “fácil”
Muchas décadas antes de conocer la existencia del “Arte de escribir cuentos” de Bosch, en el 1958 era un adolescente de 14 años, y como alumno del tercer curso de Secundaria en el UFE, mi profesor de Literatura, usando como texto el libro “Teoría Literaria” , de Ángel Lacalle me enseñó y aprendí que “el cuento es una narración corta, ingenua y fácil, de asunto ficticio”.
Por gratitud, cada vez que llega a mis manos un cuento rindo culto a la memoria del profesor José Rivero Orellana que, por cierto, vivía en Santiago en los altos del bufete de abogados de mi papá, en la calle 16 de Agosto esquina Mella. Ese educador español, republicano, como tenía que ser, no pudo impartir todo el contenido del programa porque iniciando ese año escolar 1958-1959 fue destituido y apresado, acusado de conspirar contra la tiranía.
Sus enseñanzas me hicieron saber que el cuento no era un género literario menor, inferior a la novela o a la poesía y , con ese espíritu, he leído decenas de veces, con deleite creciente, el cuento de Jorge Luis Borges, Emma Zunz, que el lector de este escrito podrá constatar que es “corto y de asunto ficticio”, pero no deberá concluir que sea “ingenuo” o “fácil”.
Emma Zunz, obrera textil, al retornar de su labor en la fábrica Tarbuch y Loewenthal encontró una carta enviada desde Brasil informándole que su padre, el señor Maier, había muerto al ingerir, por error, una fuerte dosis de barbitúrico. Después de leerlo guardó el papel en un cajón y lloró hasta el amanecer el suicidio de quien cambió su identidad para llamarse Manuel Maier, en lugar de mantener su verdadero nombre, Emanuel Zunz, como siempre fue conocido en antiguos días felices, junto a su familia, siendo cajero de la empresa.
La tragedia inició cuando Zunz fue acusado de un desfalco. Junto al oprobio moral la familia perdió la casa, Zunz fue perseguido por la justicia y desapareció ocultándose en Brasil. La última noche antes de escabullirse le juró a Emma que el desfalcador era Loewenthal, antes gerente y ahora dueño de la fábrica. De ahí en adelante Emma se sintió poderosa ante su patrono porque Loewenthal no sabía que su padre le había revelado la verdad sobre el desfalco. Ese secreto ella no lo había compartido ni con su mejor amiga.
Al día siguiente fue a trabajar en medio de rumores de huelga. Al final de la jornada reposó en su casa y el sábado llamó a Loewenthal diciéndole, con voz fingidamente temblorosa que al atardecer deseaba comunicarle, a solas, algo sobre la posible huelga que a él le podría interesar. Leyendo la prensa se enteró que ese mismo día zarparía un barco nórdico y fue al puerto, donde pululaban los burdeles, pues había decidido entregar su virginidad, que había cuidado castamente en sus 19 años.
Alcanzó a ver un joven marino y , para no mostrar ternura, prefirió entregarse a otro, “quizás más bajo que ella, para que la pureza del horror no fuera mitigada”. El hombre “fue una herramienta para Emma, como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia”. Al terminar, el hombre dejó el dinero en la mesita, que ella rompió.
Loewenthal era viudo y tan avaro que vivía en el segundo piso de la fábrica. Todos sabían que para defenderse guardaba un revólver en el cajón del escritorio. Allí llegó Emma evadiendo un perro guardián encadenado.
Ella pensó en encañonar a Loewenthal y obligarlo a confesar su culpa, pero “más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo después de esa minuciosa deshonra”. Tímida, le mencionó algunos nombres, como si fuera una delatora. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Emma tomó el revólver y cuando él volvió le disparó dos veces al pecho. Ya en el suelo, le disparó de nuevo y Loewenthal murió injuriándola.
Emma desordenó la oficina, le quitó el saco al cadáver, puso los espejuelos sobre el escritorio y tomó el teléfono: “El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga… abusó de mí, lo maté”. Borges concluye magistralmente: “La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero era el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios”.