En “jeepney” por Manila, el safari urbano más barato

En “jeepney” por Manila, el safari urbano más barato

Adentrarse en “jeepney” por la populosa Metro Manila puede ser una aventura, pero también la forma más barata de conocer una ciudad cuya fisonomía va emparejada a ese medio de transporte hermanado con el “Jeep-Willy” estadounidense.

En Baclaran, a la altura de la Iglesia visitada por el papa Juan Pablo II, pagamos 7,50 pesos (15 centavos de dólar) a Romeo García, uno de los miles de conductores que se ganan el pan intentando completar las veinte plazas del vehículo.

“Hay que intentar llenar el jeepney con el mayor número de pasajeros. Si no, acabas ganando poco”, explica a EFE García, que lleva la mitad de sus 32 años conduciendo esos vehículos.

Mientras divisamos la bahía de Manila, famosa por sus puestas de sol, García precisa que de los 29 dólares diarios que viene a ganar, 18 dólares son para el propietario del “jeepney”, a lo que hay que descontar además parte del pago de la gasolina.

Aún así, García es un privilegiado, puesto que su sueldo le excluye del 40% de filipinos que subsiste con un dólar al día, claro que a costa de conducir jornadas de doce horas.

“Para”–grita a García un pasajero que decide bajar en la Avenida Taft, y para lo cual utiliza una de las muchas expresiones en español que se han mezclado con el tagalo.

Esta es una de las ventajas del “jeepney”, que se detiene allí donde lo pide el pasajero, aunque es también la causa de unos atascos que en hora punta expanden por la ciudad toda una sinfonía de bocinazos y de contaminación acústica.

“Una ventaja de viajar en jeepney es que pasa no sólo por las calles principales de la ciudad sino también por las pequeñas. Además, puedes apearte donde quieras”, comenta Evangeline Castro, una usuaria de 31 años.

Afortunadamente, es día festivo y la petición de parada no ha obligado a García a realizar una de esas arriesgadas maniobras que se pueden ver cada día en la principal arteria de Manila.

Atrás hemos dejado los rascacielos de Makati, el distrito financiero y la cara amable de una ciudad deteriorada por la pobreza y la polución de su infernal tráfico. Por fin salimos de ese túnel de humo y polvo que es la Avenida Taft para divisar a nuestra izquierda el parque dedicado a la memoria de José Rizal, el independentista ejecutado por el gobierno de España.

Con un poco más de esfuerzo, y si el “jeepney” no está saturado de pasajeros, vemos claramente las murallas de Intramuros, la antigua fortaleza forjada en piedra durante los tres siglos de colonización española.

Intramuros es una de las joyas de Manila, aunque hay que decir que la zona fue restaurada después de la Segunda Guerra Mundial, que causó la destrucción de gran parte de sus edificios, salvo la iglesia de San Agustín, el pilar del catolicismo en Asia.

La mano del hombre es también la responsable del estado de ruina que presenta el Metropolitan Theater, la catedral del espectáculo antes de la guerra, y hoy en peligro de desmoronarse.

Metros después, y tras cruzar el río Pasig por el puente Quezon, García nos señala el fin de nuestro viaje: el distrito de Quiapo, famoso por la procesión del Cristo Negro que cada mes de enero reúne a miles de devotos católicos.

Esa devoción es también común a los conductores de “jeepney”, que la demuestran adornando sus vehículos con leyendas como “Jesús es mi copiloto” o “Judas no paga”, un claro aviso a los pasajeros remolones.

Esas inscripciones, más la cantidad de borlas, adornos y luces de colores, hacen del “jeepney” el más reconocible de los símbolos de Filipinas, si bien su origen es el “Jeep-Willy” utilizado por las tropas estadounidenses que participaron en la Guerra del Pacífico.

Este vehículo se erige a base de sus colores, adornos disparatados, antenas, espejos, luces fosforescentes y equipos de música que de noche lo convierten en una discoteca ambulante.

El “jeepney” surgió cuando la mayoría de los edificios y vehículos de Manila habían sido destruidos por la Segunda Guerra Mundial y los únicos escombros aprovechables eran los restos de los jeep militares “Willy” que los soldados de Estados Unidos habían utilizado contra los japoneses.

Edgardo Sarao, gerente de una de las primeras fábricas de “jeepney”, recordó a EFE que a Estados Unidos le resultaba enormemente caro llevarse a casa aquellos equipos y optó por regalarlos al gobierno filipino para que empleara el dinero de su venta en la reconstrucción del país.

“Pero lo que hicieron los manileños fue emplear el ingenio y crear ese híbrido que llamaron jeepney”, dijo el responsable de Sarao Motors, firma que desde la década de los cincuenta del pasado siglo fabrica esos vehículos en las afueras de Manila.

Sarao admite que esos primeros “jeepney” no tenían nada que ver con los actuales modelos que salen de su fábrica, las enormes furgonetas de chapa galvanizada y acero inoxidable, algunas de las cuales cuentan con aire acondicionado.

Pero si el “jeepney” ha evolucionado en el aspecto técnico, también lo ha hecho en el orden estético hasta generar una ruidosa y chillona imaginería que alguien definió como “barroco pop”.

Esta personalidad se erige a base de sus colores, adornos disparatados, antenas, espejos, luces fosforescentes y equipos de música que de noche lo convierten en una discoteca ambulante.

Espejo de la idiosincrasia machista y religiosa del filipino, el diseño del “jeepney” se completa con matriculas que atienden a nombres como “Matador” o “Macho Star” e imágenes de la Virgen María o de Jesucristo.

Pero al margen de su aportación al folclore urbano, el “jeepney” se ha convertido en uno de los “dragones de la polución” de una ciudad ya asfixiada por las emulsiones gaseosas de miles de automóviles, autobuses y motocicletas de pasajeros.

El principal agente contaminante de Manila

Los 63.000 jeepney que circulan por las calles de Manila son las cocinas donde se diseña un menú a base de vaharadas de dióxido de carbono, dióxido de sulfuro, monóxido de carbono y otras letales emisiones volátiles que hacen de su cielo uno de los más contaminados del mundo tras México D.F., Shanghai y Nueva Delhi.

Entre el 70 y 80% de esa contaminación se debe a la combustión del diesel de baja calidad digerido y expedido por los “jeepneys”, según un informe del Banco Asiático de Desarrollo.

Hasta la fecha, todos los intentos para reducir su número han tropezado con la oposición de sus conductores, un poderoso “lobby” con mucho que decir a la hora de prestar o negar sus votos a los representantes municipales.

Para los ecologistas, el problema de fondo tiene que ver con la economía preindustrial de Filipinas y su dependencia de barata tecnología extranjera, como los motores que arman las tripas de los “jeepneys” que circulan por la Manila metropolitana.

EFE/ Reportajes

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