En apoyo de las cooperativas

En apoyo de las cooperativas

 PEDRO GIL ITURBIDES
Cooperativas y bancos son necesarios en la sociedad. Las primeras remueven el egoísmo natural del ser  humano para promover el sociocentrismo. Los segundos reúnen capitales para impulsar el crecimiento económico por todas las vías. Y precisamente porque difieren sustancialmente en aspectos fundamentales de su conformación, el legislador debe contemplarlos desde perspectivas distintas. Por ello pedimos que las dejemos quietas, que no pretendamos volcarlas en el ajetreo bancario.

Éramos niños cuando mi madre me envió a llevarle a doña Celeste Pérez de Lockward una madeja de encaje. Doña Celeste cosía para ayudar a su marido, don George, en el sostenimiento de la familia. Este último, abogado y periodista, era propulsor de las cooperativas. Y en la ocasión en que visitase su casa en la Santiago Rodríguez, don George hablaba a un grupo sobre cooperativismo.

Con posterioridad, cuando muchacho imberbe comencé a colaborar con el periódico “La Nación”, tuve oportunidad de escucharlo en sus intentos de meter a José Ovidio Sigarán, y a su hermano Jaime, que era jefe de redacción, en un proyecto de cooperativa. Sigarán, con su dejo característico -movía el maxilar inferior de un lado a otro, mientras oía con inclinación escéptica a su interlocutor- escuchaba atento. Jaime, el hermano, tal vez por ello, no le hacía caso.

En los tercero y cuarto años del bachillerato topeté con otro cooperativista, tan apasionado como don George. Se trataba del profesor Octavio Ramírez Duval, padre de Rhina. Sin importar las lecciones del día, don Octavio dedicaba breves minutos a ponderar el carácter y valor de las cooperativas. Casi al concluir el cuarto año, don Octavio anunció a sus alumnos que se retiraba de la docencia. Habría de dedicarse, dijo a organizar una cooperativa para maestros, de la cual venía hablándonos desde poco más de un año.

No negaré que, al escucharlo me dije: ¡pobre de la familia, morirán de inanición! Mas no los mató. Por el contrario la cooperativa creció hasta volverse un monstruo económico en cuyas entrañas han pretendido medrar dos o tres vivos. El reciente escándalo, con el regalo de un espectáculo fruto de la codicia por lo ajeno, prueba que don Octavio tenía razón. El, padre, mentor y guía de esa institución por largos años, hombre probo como pocos, murió satisfecho del éxito de su portentosa obra.

Don George, evangélico wesleyano, ponderaba sobremanera la obra del padre Pablo Steele, misionero del Sagrado Corazón, e introductor del sistema cooperativo. Si mal no recuerdo, en aquellos años de “La Nación” publicó un pequeño libro hablando del padre y del sistema cooperativo.

La tesis de ambos apasionados cooperativistas era simple. Las cooperativas tocan las puertas del corazón humano, en tanto los bancos llaman al bolsillo. Las cooperativas procuran animar a las personas a cumplir, por vía de operaciones financieras, el precepto de amar al prójimo como a uno mismo. Los empujan a ahorrar sumas, a veces insignificantes, que un banco se negaría a recibirles. Las cooperativas, además, auxilian a sus socios, pues el ahorro propio se comparte con el de los demás para expresarse con solidario sentido de apoyo en casos de urgencias.

Los bancos le prestan a terceros, aunque no participen del capital accionario de la empresa. Las cooperativas únicamente responden a sus socios. El banco debe tener un capital determinado para iniciar operaciones, que, con la sola excepción del banco Universal que se abrió con capital público prestado, es propiedad de los socios. La cooperativa no tiene capital financiero. Los socios ponen la voluntad de crear la entidad y se comprometen a poner, en períodos determinados, un aporte determinado. En pocas palabras, dejemos a las cooperativas operar tal cual llevan a cabo sus actividades, y ofrezcamos a las mismas el apoyo coactivo del Estado cuando este sea necesario. Pero más nada.

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