En busca de los ríos perdidos

<p>En busca de los ríos perdidos</p>

POR DOMINGO ABREU
La primera sensación de pérdida que se siente, tocando el tema de los ríos, es la imposibilidad de su localización. Algunos de nuestros ríos y arroyos han sido cubiertos, rodeados de edificaciones, o bien transformado su entorno, haciendo difícil –y en algunos casos imposible- su identificación con aquellos remansos a los que recurríamos buscando diversión o tranquilidad. Porque ese es el real sentido de pérdida: que no podamos recurrir a ellos como solíamos hacer hace muchos años.

En esta situación se encuentran varios de los que fueron destinos de nuestras escapadas. Arroyo Salado, por ejemplo, si bien no puede considerársele una pérdida física, quedó vedado al uso humano al quedar aislado como uno de los elementos naturales, como recurso acuático para algunos animales (principalmente aves acuáticas) en el Parque Zoológico Nacional.

Los afloramientos subterráneos de Los Tres Ojos también quedaron vedados al uso humano al ser declarados como parque y modificada su estructura para la visitación turística, limitado el uso de las aguas para la sola observación.

En ambos casos: Arroyo Salado y Los Tres Ojos, las limitaciones al uso humano directo se consideran acertadas, puesto que eso ha garantizado su conservación y mejor aprovechamiento.

Pero en casos como los de «El Cachón de la Rubia» y el río Brujuelas –para solamente citar dos como ejemplos-, la pérdida ha sido catastrófica. «El Cachón de la Rubia» fue rodeado por urbanizaciones y destinado a recibir todos los desperdicios producidos por el entorno habitado.

El caso del río Brujuelas, cuya desembocadura a orillas de la bahía de Andrés y Boca Chica permitía un baño fresco y dulce, es el caso más penoso de los que conocemos, puesto que los hoteles de Boca Chica destinaron su uso al vertido de todos sus desechos sanitarios, contaminándolo y contaminando de paso (y en altísima proporción) la laguna marina que es Boca Chica, transformándola en una especie de letrina a cielo abierto.

Una segunda sensación de pérdida es la imposibilidad de acceder a ellos con la misma seguridad con que lo hacíamos antes. El «desarrollo», con quien nunca negociamos la entrega de nuestros ríos, se encargó de hacerlos inaccesibles a causa de la contaminación, un daño casi irreversible dada nuestra imposibilidad económica como país para recuperarlos física, ambiental y sanitariamente.

Los casos más conocidos para Santo Domingo son los ríos Ozama y Haina, ambos tremendamente contaminados por desechos industriales procedentes de los conjuntos fabriles establecidos tanto a sus orillas como distantes de estos.

El río Ozama fue hasta la llegada del «progreso» un río limpio en el que podía nadarse y navegar sin el menor temor, salvo por los enormes peces, como las chernas, (en realidad más asustadizos que la propia gente) que subían desde la ría y que eran un recurso económico de primer orden para los pescadores de la zona baja y media del Ozama.

El caso del río Haina es histórico, antológico y patético. De ser un río de preciosa limpieza y abundante vida acuática pasó a convertirse en el río más contaminado de la República Dominicana, según ha demostrado y monitoreado el Grupo Hidroecológico Nacional que dirige Nicolás Faña. Ejemplos como el Ozama y el Haina se repiten en el río Yaque del Norte, antiguo baño de larga y romántica historia; el río Grande, se Constanza, y el río Nizao, siendo este último de una pérdida física más que por contaminación.

La tercera sensación de pérdida es la poca disposición de tiempo que nos queda para llevar a nuestros hijos aunque sea a ver los ríos y arroyos donde discurrió nuestra diversión más sana y refrescante y nuestra imposibilidad de demostrarles que esos muladares en que se convirtieron nuestros ríos y arroyos eran sitios donde alguna vez pudimos sumergirnos sin convertirnos en víctimas de la basura, el lodo, la contaminación química y los desechos humanos.

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