En camino del despotismo

En camino del despotismo

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Son muchos los dominicanos que viven angustiados por el llamado “auge de la delincuencia”. Esa delincuencia abarca hoy una amplia gama de asuntos. Desde los complejos y refinados delitos financieros hasta la ratería “común-ordinaria”.  Robos, asaltos, violaciones, secuestros, ocurren por docenas, todos los días, en todas las provincias de la República.  Hemos llegado a acostumbrarnos a los malhechores y “contamos con ellos” como obligada e “indeseable compañía”. Los crímenes que se han cometido en los últimos tiempos producen espanto.  Asesinatos sangrientos a tiros, degüellos, descuartizamientos, quema de cadáveres, estrangulamientos de ancianos y niños. En pocos años hemos pasado de una situación en la cual el crimen era infrecuente o excepcional, a una época de “criminalidad cotidiana” generalizada. Se ofrecen diversas explicaciones de estos fenómenos colectivos. 

Se dice que el desempleo es “la causa profunda” de la delincuencia; también se aduce que la criminalidad ha aumentado con la llegada de ex – convictos dominicanos procedentes de los EUA. Algunas personas estiman que los “hábitos delictivos” son consecuencia de la disolución de las familias tradicionales. Otros estudiosos de los problemas sociales consideran que el quid del asunto está en la rápida urbanización de las últimas décadas. Miles de agricultores abandonaron las zonas rurales para probar suerte en las ciudades, donde esperaban encontrar más y mejores oportunidades de empleo. Gentes sin educación formal y con costumbres rústicas tardan dos generaciones en adaptarse a la vida urbana. Esos ex – campesinos usan motocicletas con árganas, como si fuesen mulos, y transitan por las calles del mismo modo que antes corrían a pie por senderos en medio del monte. La falta de capacitación laboral los condena a las ocupaciones a destajo. 

Los trabajadores sociales que han vivido en los barrios marginados tienen ideas diferentes sobre la delincuencia.  Creen que el consumo de drogas es el motivo principal que empuja a los jóvenes a la delincuencia. Para obtener la droga – que los adictos reclaman perentoriamente – corren cualquier riesgo y saltan sobre todas las barreras legales, morales, de costumbres. Una poderosa estructura de negocios estimula a estos desdichados jóvenes de las barriadas a “dedicar” su vida al consumo y a la venta de drogas. Las pandillas constituyen hoy una “subcultura” especial, con códigos de honor y ritos de iniciación, con modas especificas de vestir y un lenguaje particular. La jerga carcelaria – el sociolecto de los delincuentes – ha entrado de lleno en la literatura contemporánea, en los libretos de cine, en los guiones de televisión. Desde allí ese estilo de vida y esas formas de expresión influyen negativamente sobre grandes masas juveniles. 

Las insuficiencias y limitaciones de la administración de justicia favorecen el desarrollo de la delincuencia. No me refiero a las garantías para los acusados que consagra el nuevo Código Procesal Penal. No; esas garantías protegen lo mismo al ciudadano ejemplar que al delincuente empedernido. Pienso, en primer lugar, en la impunidad, en la denegación de justicia. Ambas cosas contribuyen a la falta de respeto por “las normas”, cualesquiera que ellas sean. Quiere esto decir que la delincuencia, un problema laboral y educativo, a la vez que legal y administrativo, se convierte en un problema político de primera magnitud. Si a la conmoción social permanente que es la delincuencia le añadimos la complicidad policial, la escasez crónica de energía eléctrica, las trapacerías y ocultamientos de los políticos, la resultante ha de ser, obligatoriamente, el descontento colectivo. Es una pena que sea así, pues se trata de un circulo vicioso que multiplica la frustración, el desencanto, la desesperanza. En esta atmósfera incuba la rebelión, el desacato o la desobediencia frente a las autoridades gubernamentales.

Los pueblos quieren – y necesitan – libertad, orden y bienestar. Las tres cosas son preciados tesoros de la convivencia civil. No siempre se puede gozar de ellos al mismo tiempo. Los seres humanos no conciben la vida como un simple estar sino más bien como un “bienestar”. El hombre primitivo jamás se sentó sobre una piedra puntiaguda; prefería – para sentarse – las superficies planas. Se ha dicho que el desmembramiento de la URSS fue un triunfo de la democracia  sobre el socialismo. Pero es posible que fuera también una victoria de la libertad sobre la opresión. Bienestar económico y libertad política son valores deseables. Ninguno de los dos puede conservarse o acrecentarse sin orden público y seguridad ciudadana. Nuestra sociedad es heredera de una larga tradición dictatorial: Santana, Báez, Lilís, Trujillo. Cuando el desorden amenaza las vidas de los ciudadanos, sus propiedades o empleos, se plantea rígidamente el eterno conflicto social entre la libertad, el bienestar y el orden. A menudo los pueblos sacrifican la libertad para mantener el bienestar a través del orden.  Creen que sin el orden… naufraga la libertad y, a la corta o la larga, desaparece también el bienestar. Por eso toman el camino de aceptar el despotismo. El despotismo puede ser ilustrado o bárbaro, republicano o monárquico, democrático o unipersonal; en todos los casos es despotismo.

henriquezcaolo@hotmail.com

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