En un mundo donde los regímenes autoritarios y las tentaciones de gobiernos de mano dura continúan desafiando los valores democráticos, es fundamental recordar las lecciones dolorosas de la historia. Un ejemplo cercano y emblemático es la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo en la República Dominicana, que perduró desde 1930 hasta 1961 y dejó un legado de represión brutal, corrupción desenfrenada y violaciones sistemáticas de los derechos humanos.
Desde el inicio de su mandato, Trujillo estableció un control tiránico sobre todos los aspectos de la vida dominicana. Utilizó la represión violenta para sofocar cualquier disidencia política y eliminar a sus opositores, convirtiendo a la República Dominicana en un estado policial donde la libertad de expresión y los derechos civiles fueron suprimidos de manera draconiana.
Una de las páginas más oscuras de la historia bajo Trujillo fue la masacre de haitianos en 1937, conocida como el «corte», donde decenas de miles de personas de ascendencia haitiana fueron brutalmente asesinadas por órdenes directas del dictador. Este acto genocida subraya la profundidad de la xenofobia y la violencia étnica promovida por su régimen.
Trujillo transformó la República Dominicana en un feudo personal donde él y su círculo íntimo controlaban la mayoría de los sectores económicos clave. Este control absoluto fomentó la corrupción generalizada y exacerbó la desigualdad y pobreza en la población dominicana. Los recursos que podrían haber sido utilizados para mejorar las condiciones de vida del pueblo fueron desviados hacia el enriquecimiento personal de Trujillo y sus allegados, dejando al país sumido en el estancamiento económico y la dependencia de las decisiones arbitrarias y caprichosas del dictador.
Recuerdo en mi infancia a mi padre leyéndome fragmentos de libros de historia sobre Trujillo, y también cómo en las reuniones familiares se compartían relatos de primera mano sobre los horrores vividos durante ese régimen y como las «desapariciones» de personas allegadas y los casos de tortura en la cárcel de “La 40”, resonaban en cada conversación, recordatorios sombríos de una época marcada por el miedo y la opresión.
Las «desapariciones» bajo el régimen de Trujillo eran actos calculados de represión política, donde individuos críticos del gobierno o no, eran secuestrados por las fuerzas de seguridad, muchas veces en plena luz del día y ante los ojos de la gente. Eran llevadas a centros de detención clandestinos y sometidas a interrogatorios brutales y torturas sistemáticas con el objetivo de silenciar la oposición y sembrar el temor entre aquellos que osaban desafiar el poder establecido.
Siempre he escuchado la frase de que «Aquel que no conoce su historia está condenado a repetirla», lamentablemente se nos ha olvidado continuar con la difusión de los horrores de la dictadura. Los relatos de generación en generación son un recordatorio vívido y doloroso de las consecuencias humanas reales de los regímenes autoritarios. Más allá de las estadísticas y los análisis históricos, esta transmisión de vivencias personales subraya la importancia de defender los principios fundamentales de la democracia y los derechos humanos.
En verdad me alegra que ninguna de las personas que se hacen eco en redes sociales sobre las bondades de la vuelta de un Trujillo, hayan experimentado ni remotamente los horrores de esa época y que tampoco en su familia se llore la “desaparición” de miembros queridos e importantes.
Siento como una gran responsabilidad de todos y todas el defender la democracia y los derechos humanos, y exhorto a que como dominicanos y dominicanas nos unamos para hacer frente y resistencia a cualquier intento de socavarlos en aras de una supuesta eficiencia y seguridad que no son más que espejismos.
La libertad, la justicia y la dignidad humana son valores no negociables que deben protegerse siempre, a la vez que constituyen el cimiento de sociedades fuertes y prósperas. Aprender del pasado nos ayuda a construir un futuro donde estos valores sean la norma, no la excepción.