En defensa de la evolución

En defensa de la evolución

PEDRO GIL ITURBIDES
Soy creacionista. Como saben cuantos me han leído a lo largo de años, creo que Dios topoderoso hizo las especies diferenciadas y singularizadas. Y que a nosotros, los seres humanos, además, nos insufló un hálito de sí mismo, el soplo del que hablan los hagiógrafos.

Pero, ¿les digo algo? Puse en dudas mis arraigadas creencias. Me ayudaron a convertir en verdad frágil, aquello que entendía como principios de mis pensamientos, dos sucesos tan bestiales como dolorosos. Uno, el salvaje atentado contra la niña Saneida Rodríguez y dos de sus familiares. El otro, los disparos realizados por un árbitro de baloncesto contra un grupo de jugadores.

Lo uno aquí en la capital. Lo otro en Santiago de los Caballeros. Pero donde quiera que hubiere ocurrido, me hizo pensar seriamente que no tenemos un tronco común con algún primate primitivo, sino con un felino feroz y satánico. Porque, ¿cómo puede explicarse que un ser humano, porque un motociclista le rozase su vehículo, se lanzase en pos del mismo, derribase el aparato y pasase por arriba de tres personas como venganza por la rayadura?

Inconcebible. Pero sobre todo, criminal. Confieso que en las ocasiones en que me han chocado he tomado en calidad de contrincante al que produjo la colisión. Le he recordado a parientes desconocidos para él, y he recordado en lenguas que no hablo, el carácter de su bribonada. Pero confieso que, desahogado, me he dicho a mí mismo, si conozco al Pedro Gil que cumplió tarea tan impropia de mi talante habitual. No confesaré que me he avergonzado, aunque les diré, eso sí, que me he arrepentido. Jamás, sin embargo, he pensado echar encima de persona alguna una máquina como lo es un vehículo automotor.

Por el contrario, cuando he tenido que frenar ante la descuidada figura de un peatón que se lanza a la calzada en forma imprevista, he impetrado la ayuda de Dios. ¡Señor, líbrame de hacer mal a nadie!, le digo siempre, y con más vigor lo he invocado entonces, para que el vehículo se paralice con el simple contacto del pié con el pedal del freno.

No todos somos iguales. Unos estamos más vinculados que otros con el mono, perdón, con la fiera prehistórica de la que descendemos, familia de un felino feroz. Pero creía que, curtidos por siglos de condicionamiento en la casa, la escuela, la Iglesia, y la sociedad en su conjunto, habíamos olvidado ese antecesor de los tiempos ignotos. Mas estaba equivocado. Porque hete aquí cómo sale despavorido un árbitro desde un campo de baloncesto en Zamarilla, cerca de la Villa Olímpica en Santiago de los Caballeros, y dispara a tontas y a locas.

Si él mismo se hubiera disparado no estaríamos hablando del tema. El problema es que en esa descarga a diestra y siniestra alcanzó al niño Jorge Luis Vásquez, a quien mantiene entre la vida y la muerte. Aún en el caso extremo de que sobreviviese, sólo un milagro del Señor lo devolvería con plenitud de vida a los suyos y a la sociedad. Porque el disparo que lo alcanzó le penetró la masa encefálica y todavía mientras escribimos, se debate entre la vida y la muerte.

Tan penoso como el caso de este niño es el de Saneida. Todos conocemos estos motociclistas que se creen dueños y señores de las calles. Tan criticable forma de manejar, sin embargo, puede achacarse tanto a la sociedad como a los propios conductores de estos bimotores. Nadie les exige orden. Nadie les pide una conducta civilizada. Cruzan los semáforos en rojo, sorprendiendo a otros conductores de automotores de cuatro ruedas, que marchan confiados en que tienen camino franco.

Supongo que el tío de Saneida marchaba con esa típica conducta, aunque no puedo decirlo. Tal vez trató de cruzar, raudo como siempre marchan ellos, por las cercanías de la yeepeta. Pero ni siquiera esta conducta justifica el que, tras esa rayadura, corregible sin duda, atropellase al trío compuesto por Saneida, el tío que manejaba, y un hermano de la niña. Nada lo justifica, sino la existencia de una psicopatología, lindante con lo criminal.    

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