En defensa de las instituciones

En defensa de las instituciones

RAFAEL TORIBIO
En el fondo, y desde del punto de vista sociológico, una institución no es otra cosa que un conjunto de normas socialmente aceptadas que determinan decisiones y acciones previsibles, porque se esperan que se correspondan con la naturaleza y las normas que la constituyen. Toda institución, además de su naturaleza y características especiales que la particularizan, descansa en personas a través de las cuales se manifiesta, unas como autoridades y otras como simples miembros.

Las expectativas respecto a que las decisiones y actuaciones sean conformes a la naturaleza de la institución y a las normas que la rigen, abarcan tanto a la propia institución como a las personas que la conforman. Es por esta razón que de la familia, la Iglesia Católica, los partidos políticos, por ejemplo, esperamos que sus decisiones y actuaciones sean coherentes con su razón de ser, su naturaleza, y los valores en los que se sustentan. Igual esperamos de las personas que las integran, sobre todo de las que están en sus cargos directivos. Por estas expectativas es que nos extraña cuando miembros de alguna institución, especialmente si desempeñan algún cargo directivo, con sus decisiones y actuaciones contradicen la naturaleza y valores de esa institución. Por eso, ante un padre que maltrata a los miembros de su familia, o se muestra irresponsable con su futuro; un dirigente político que utiliza el poder para beneficio personal; o un sacerdote acusado de violar a un menor, además de contravenir lo que es razonable esperar de toda persona, entendemos que con su comportamiento se aparta de lo que le corresponde hacer por la institución a la que pertenece. Su actuación es contraria a la naturaleza y a los valores de la institución de la que es parte.

A medida que pasa el tiempo, entre los miembros de toda institución se desarrolla un sentimiento de pertenencia y solidaridad que provoca lealtad hacia la institución y solidaridad entre todos los que forman parte de ella. Esto último es lo que se conoce como  «espíritu de cuerpo». Pero este «espíritu de cuerpo», que en principio es altamente beneficioso, puede transformarse en un gran peligro. Da lugar, a veces, a la justificación de decisiones y actuaciones contrarias a la naturaleza y valores de la institución, así como a complicidades que se traducen en la defensa o el ocultamiento de comportamientos de miembros que se han apartado de las normas institucionales.

Recientemente hemos visto con estupor que altos oficiales de la Policía Nacional disponían para uso personal de vehículos que habían sido robados y recuperados, pero que en vez de ser devueltos a sus legítimos dueños, eran entregados a estos oficiales. Según los informes disponibles, esta es una práctica de hace muchos años, que era conocida y tolerada. Hay que agradecer al Superintendente de Seguros, que hizo de público conocimiento esta práctica, y al actual Jefe de la Policía Nacional que fijó un plazo para que los oficiales que tenían alguno de estos vehículos lo devolvieran. Esta práctica no es otra cosa que un vulgar robo, sólo que en esta oportunidad fue cometido por oficiales de la Policía Nacional, institución que por su naturaleza  y normas, tiene, como una de sus funciones, precisamente, la protección de la propiedad privada de los ciudadanos.

La ciudadanía en general ha visto con beneplácito la actuación de las autoridades pero espera que, contrario a otras oportunidades, la devolución de lo hurtado y disfrutado, no ponga punto final al asunto. Los autores de estos actos deben ser destituidos de manera deshonrosa y traducidos a la justicia ordinaria. No importa cuantos sean. Si a un haitiano le impusieron diez años de cárcel por haber robado un salami, un menor de edad pasó casi seis años en la cárcel por sustraer dos piñas y una mano de guineo, y un fiscal solicitó quince años a quienes hurtaron dos gallinas, frente al caso de los oficiales de la Policía Nacional que se apropiaron de los vehículos recuperados, no se puede terminar con solo agradecerles que hayan devuelto lo que se habían robado.

Los oficiales no implicados en estos lamentables y bochornosos actos debían ser los primeros en reclamar que los culpables sean separados de las filas y traducidos a la justicia. Mientras esto no suceda, todo oficial de la Policía Nacional que conduzca una jeepeta o un carro de lujo, puede ser considerado como un ladrón, pagando justos por pecadores. Es tiempo de que el «espíritu de cuerpo» no sea solo para preservar la institución de los ataques externos, también debe ser para preservarla de quienes la desprestigian desde el interior.

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