En el asombro invariable de la muerte

En el asombro invariable de la muerte

Este Día de Todos los Santos, primero de noviembre, en realidad debería llamarse Día de los Tránsitos, porque se trata de un tránsito hacia el Misterio. Esa insondable incógnita nos ha perseguido siempre, unas veces con miedo, otras con esperanzas de cesación de sufrimiento. No son pocos, entre santos, poetas, místicos diversos inconfesados, los que clamaron “Death, for thee Icray!”, como hicieron Shakespeare o santa Teresa.
En esta agonía de octubre, fue llamada suavemente, tiernamente, Cucha, Daisy Ariza. Su sobrina ha expresado unas sensaciones que he querido reproducir.
Los ojos azules suelen llamar especialmente la atención en nuestro país, donde no son tan frecuentes. Pero los ojos azules suelen ser fríos… No así los de tía Cucha, claros, suaves y de serena persistencia gentil en la mirada. Su blanca y delicada piel, casi transparente, se marcaba al menor roce, y con su pelo rubio y su maquillaje infaltable, mantenía una costumbre “heredada” de Masita, mi abuela, y que todas sus hijas siguen (o siguieron): siempre había que estar arreglado.
Tía Cucha acaba de partir a los territorios del misterio. Una partida de la que dicen que no se regresa. Y las despedidas nos causan dolor. Yo, que perdí ya a dos de mis padres (excepcionalmente tengo tres, de modo que aún me queda uno) puedo decir que he pensado mucho en la muerte y la razón del dolor que nos causa. En mi caso creo que hay algo de egoísmo. Se trata de que quisiera poder ver, escuchar, hablar, abrazar, pedir consejo a esa persona a la que amo y con quien estoy acostumbrada a contar. Se trata de que extraño a ese ser, a pesar de que por mis creencias siento que dio un paso a otra etapa y dejó de sufrir, abandonó el ropaje o envase terreno de su alma y se liberó… ¿Qué decir?
Hoy, tan cerca del Día de Todos los Santos, como aclaraba mi tía cada vez que decían que nació el Día de los Muertos, habiendo despedido su cuerpo mortal, pienso irremediablemente en la vida y la muerte. Pienso en la familia y el amor, en los santos… los seres humanos de carne y hueso, su familia y todo lo que amó. Pienso en ella y en los divertidos apodos que, en la intimidad tenían las hermanas, por unas famosas “locas” o menesterosas de San Francisco, lugar donde ellas nacieron. Tía Cucha era “Biencita”, mi tía Luli es “Manita”; tía Fori, “Villabobó” y mi madre, que se fue primero a pesar de ser la menor, era normalmente “Mariquita”. En los últimos años, la tía le llamaba “Pajarito” y la dulzura brotaba. Hacía ver a mami como una niña en los ojos de su hermana mayor. Sé que mi madre, esos últimos años antes de su partida, también se sentía rodeada por esa palabra, abrazada por ella. Y recuerdo lo de Pajarito porque tras la muerte de mami, hace pocos años, vi a la tía Cucha apagada como un avecilla, aunque felizmente luego se recuperó, pero cuando le tocó partir se fue así, como un pajarito, suave, de noche. Ese pajarito se quedó dormido cerca de las once y media. Y ya despertará a otra luz, más pura, más libre.
No me gustan las despedidas, a pesar de saber lo que sé. Creo que a los que quedan aquí tras la muerte les pasa lo mismo. Muchas veces uno quiere poder ocuparse de esa persona… Como Daisy. Ella recuerda que debía estar pendiente de qué va a comer, de llevarle el periódico a tiempo antes de que se canse y se acueste, de llevarla a comer helado u otro capricho… Pero hay un momento para todo. Y el amor sigue…
Porque va más allá del tiempo y la distancia.

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