En el Día de los Difuntos

En el Día de los Difuntos

Hoy debería tratar el tema de los subsidios, tercero en la tarea gubernamental para la definición de la nueva Reforma Tributaria, tocados como han sido los del ITEBIS para la importación de las materias primas y el del Impuesto sobre la Renta a las ganancias no reinvertidas en las empresas de zonas francas y turismo, que constituyen los tres clarísimos objetos del deseo recaudador de un Estado cada día más dispendioso.
Pero, el reciente encuentro con un viejo amigo, contemporáneo y arquitecto él, quien, con lujo de detalles hubo de narrarnos su reciente visita al cementerio de la Av. Máximo Gómez, nos obliga a consignar por escrito ese testimonio invaluable, hoy que redactamos en Día de Difuntos:
Cuenta aquel amigo, setentón, detalles riquísimos de su última visita a ese cementerio, que frecuenta con regularidad variable desde ha sesenta años, que cumplirán en agosto próximo los restos de su madre depositados allí, requintados con los 25 que en junio cumplirá su padre junto a ella.
Allí acudió el pasado sábado, último de octubre, a saldar por demás la obligación contraída con “el cuidador”, que se limita a dar avisos cada vez que se percata de los hechos cumplidos, sea un intento de robo, una violación de la puerta o un intento de ruptura de los muros.
Al llegar, se sintieron –cuenta– los renovadores esfuerzos de autoridades municipales imbuidas del deber de barrer bien que tiene toda escoba nueva, si se respeta: Brigadas, camionetas de doble cabina, carretillas y mezclas abundantes, chapeadores y talas de árboles inmensos, de lo único que ha crecido allí en décadas de abandono, salvo el desorden y la definición de espacios para los nuevos dueños, los “sindicatos”: de pintores, de albañiles, de prefabricados para cerrar tumbas y de lápidas para las mismas, de velas y velones, de flores y floreros robadas y robados, frescas y marchitas, de todo lo que pueda definir un derecho al cabo del ejercicio truculento de oficios que no necesariamente se dominan y cuyos precios oscilan con relación a los días pico, como el de difuntos que se aproximaba, confundiéndose aquella mañana el trajín de las brigadas municipales con la instalación de los precarios tenderetes que para la ocasión amplifican el dominio de los dispensadores sindicalizados de servicios, socios consentidos y estimulados por las administraciones precedentes, en operaciones hasta de Bienes Raíces con los espacios verdes o de tránsito, que se han llenado de tumbas cuya comercialización se promueve en la prensa cotidiana.
Después de visitar su mausoleo familiar, modesto pero limpio y con más de 50 capas de pintura al cabo de las décadas; de colocar flores frescas junto a las decorativas permanentes y de encender, en fin, un velón de los grandes, nuestro amigo se retiraba por el trillo precario que entre cientos de tumbas abandonadas, saqueadas en sus intimidades, despojadas de cualquier vestigio metálico, camino a su vehículo, a paso lento (como perdonando el tiempo), cuando alcanzó a ver en la distancia a tres personas que le conminaban a acercarse más rápido de lo que estaba en condiciones de hacerlo.
Al llegar junto a ellos, uno que se presentó como arquitecto también, conservador, dijo haberle reconocido cuando observaba los trabajos de la capilla central, y los hachazos aplicados sobre lo que entendió un caobo que podría tener 70 o más años, le presentó a sus dos acompañantes: el nuevo administrador del recinto y el responsable de las obras en ejecución.
Ellos querían explicarle las metas del trabajo que, a contrapelo del tiempo, pretendían desarrollar, pero él les interrumpió señalándoles que ese tipo de labor se inicia por la preservación de los árboles, no por su depredación. Los árboles condicionan el diseño de toda recuperación, llegó a decirles, antes de que con todo convencimiento ellos afirmaran que era una planta maligna aquella con tronco rojo de más de 50 centímetros de diámetro lucía abatida en el centro mismo de aquel Campo Santo donde está en dudas si el Barón es Baronesa, o Barona en la jerga de la zona.
Volvieron sobre los pasos andados exponiendo planes entre los cuales se destacan la demolición sin límites de todas las edificaciones levantadas fuera de los espacios legales, la recuperación de todas las calles ocupadas por la ausencia o complicidad de autoridades pretéritas y, lo que es peor, la decisión de pintar de cuatro colores distintos e uniformes en cada caso a cada uno de los cuatro cuarteles que desde la capilla central dividen el espacio en partes iguales.
Y ahí se desarrolló un debate sobre los elementos culturales que deben privilegiarse en una recuperación como la que se pretende: si se vuelve a lo que fue el deseo del diseñador original o si vale lo que la sociedad construyó al cabo de décadas, parando la depredación vigente pero al mismo tiempo respetando lo que el tiempo construyó; recuperando los colores originales de cada tumba y las obras de arte, tan modestas muchas veces, que un día fueron los tributos de sus deudos a quienes debieron reposar tranquilos en aquel espacio hoy envilecido.

No sea que se repita lo que ya aconteció en el viejo cementerio de la Av. Independencia, donde un ilustre arquitecto despojó a todas las tumbas de sus cruces y al término de su penosa intervención les colocó a cada una sendas cruces fundidas en cemento, de igual tamaño y desproporcionadas dimensiones, con dos colores alternados en cada dirección, lo que semeja un tablero de damas, y así perviven.

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