En el enigma del cerebro

En el enigma del cerebro

No es que pretenda caminar por territorios considerados ajenos a mí porque están cercados con alambre de púas, por una palabrería confusa para el humano común, aún posea cierto grado de inteligencia y educación. Recientemente observé que cierto  medicamento elaborado para producir el buen dormir, para producir el sueño sereno, se llamaba como uno de los requisitos que aconsejaban ciertos  sabios griegos para un mejor vivir; requisitos que, por supuesto, hoy están vivos, con verdades o deseos palpitantes.

Ataraxia, en griego, es ausencia de inquietud, e tranquilidad, imperturbabilidad.

Atarax es el nombre del medicamento, que sólo menciono por respeto al  origen  del término, sin la menor intención promocional, ya que requiere prescripción y vigilancia médica.

Entonces, no es que mengüe mi regocijo por los avances de la ciencia moderna, sino que salto a la sabiduría de aquellos viejos griegos que, aunque torpes para defender su cultura e incapaces de producir pruebas convincentes,   comprendieron cosas humanas que hoy, aún con el vertiginoso asombro de la cibernética, simplemente nos pasan de unas dudas a otras, de un asombro mediano a otro mayor, surgido de contundentes pruebas vistas mediante microscopios electrónicos, asustantes equipos de  “resonancia magnética” y artefactos de alta tecnología que, en verdad, nos miran por dentro.

Se han realizado meticulosos planos del  cerebro. Los he visto y  observado con gran interés. Me he alegrado de que los expertos pretendan saber exactamente dónde está el problema, qué es lo que falta, cuál es el ingrediente químico esencial que, al parecer, no está siendo producido adecuadamente por el maravilloso ordenador que es el cerebro, y cómo funciona su sistema eléctrico de distribución.    

Pero no saben.

La química y las transposiciones cerebrales son tratadas como una especie de ruleta de casino… a ver si atino. Se trata de un juego a ciegas… muy ambicioso y no criticable, en absoluto, sino encomiable por su carga de buena intención.

Buena intención, valientemente distanciada de las “certidumbres” de Sigmund Freud, fue lo que movió mi admiración hacia Carl  G. Jung (1875-1961), psiquiatra de la Universidad de Zurich, quien se encontró con Freud en 1907, y tras la natural admiración que le profesó como seguidor, entendió que las cosas iban más lejos. El tema principal de la investigación de Jung es la psique, o lo psíquico como totalidad, sin tratar de reducirlo a un  sólo aspecto, como la libido, que no es limitante sino función de la psiquis que comprende lo consciente y lo inconsciente y estima este último “como un océano infinito e insondable en el cual flota, como una pequeña isla, la consciencia”. En su búsqueda, no descartó el afanoso estudio del espiritismo. Su visión era tan amplia como amplio es el tema, aún si provocaba la burla de los graves y severos catedráticos universitarios. Su tesis para el doctorado en Medicina, publicado en 1902, figura en las obras completas de Jung, bajo el título: “Psicología y patología de los fenómenos llamados ocultos”.

Hoy, no obstante los maravillosos equipos electrónicos y los aperplejantes descubrimientos y sugerencias de posibilidades transformadoras (curativas), el cerebro… el cerebro… es el gran enigma.

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